Hilos Desenrollados

Del turboliberalismo al caos

Protestas en California (Junio 2025)

En las calles de Los Ángeles y otras grandes ciudades norteamericanas, las imágenes se repiten con alarmante familiaridad: autos policiales volcados, agentes del orden acorralados, banderas extranjeras ondeando desafiantes sobre suelo estadounidense, y la estrella solitaria de nuestra enseña nacional ardiendo entre gritos de odio. Lo que muchos aún no se atreven a decir es que este escenario no es fruto de la espontaneidad popular ni de una simple crisis social. Este caos tiene una raíz ideológica, un sustrato filosófico que le sirve de legitimación: el turboliberalismo.

Sí, turboliberalismo. Así llamamos aquí a esa peligrosa corriente que, disfrazada de “amor por la libertad”, predica la necesidad de reducir el Estado a su mínima expresión, e incluso sueña con eliminarlo por completo. Se presentan como adalides de la libertad individual, pero en el fondo son doctrinas antisoberanas, antirrepublicanas y, en última instancia, antinacionales. Esta teoría minarquista y casi anárquica —camuflada de filosofía política— es el combustible ideológico que alimenta la hoguera del desorden.

Los turboliberales sostienen que cualquier forma de autoridad institucional es una amenaza a la libertad. Para ellos, la policía es un vestigio opresivo, la bandera es un trapo sin sentido y la ley es una imposición ilegítima. Su sueño húmedo: un mundo sin gobiernos, sin fronteras, sin símbolos comunes. Su pesadilla: la República Constitucional, con sus límites, su deber de justicia y su defensa del interés general.

Ahora mire usted esas protestas “espontáneas” donde se violan leyes básicas de convivencia, se ataca a los agentes del orden y se enarbolan banderas extranjeras mientras se quema la nuestra. ¿No es esa, acaso, la encarnación práctica del ideal turboliberal? ¿No es esa escena la traducción callejera de su evangelio ideológico?

Ambos, manifestantes radicales y teóricos del turboliberalismo, niegan la legitimidad del Estado como árbitro común. Ambos desprecian la noción de soberanía como un bien colectivo. Ambos detestan todo lo que huela a patria, ley y deber compartido. Y ambos, sin saberlo o sabiéndolo demasiado bien, están construyendo el terreno para el colapso de la nación como comunidad política.

Mientras los manifestantes atacan físicamente las instituciones, los turboliberales lo hacen desde la cátedra, la red social o el canal de YouTube. Unos queman banderas, los otros queman ideas. Pero el fuego es el mismo. El fuego del desgobierno, del “sálvese quien pueda”, de la destrucción del nosotros.

No es casual que en estos disturbios surjan, una y otra vez, símbolos de países no amigos: banderas palestinas, comunistas, incluso del Che Guevara. Esas imágenes, en el fondo, sirven al mismo propósito que el manifiesto turboliberal: destruir el sentido de unidad nacional. Unos desde la izquierda radicalizada, los otros desde una derecha sin patria.

Turboliberales y manifestantes antinacionales comparten una obsesión: acabar con la nación como sujeto político. Para unos, estorba al mercado. Para otros, estorba a la revolución. Pero el resultado es el mismo: una sociedad atomizada, dividida, sin símbolos compartidos ni normas comunes. Es decir, una sociedad lista para ser colonizada: por el capital transnacional, por potencias extranjeras o por cualquier nuevo mesías ideológico.

Ambos fenómenos se retroalimentan. Las protestas violentas “confirman” para los turboliberales que el Estado es incapaz de mantener el orden. Y las ideas de los turboliberales sirven para justificar, intelectual o moralmente, la desobediencia radical. Un círculo vicioso perfecto para erosionar el pacto republicano.

No es casualidad que el ataque a la nación provenga de ambos extremos: del que quema patrullas y del que predica la abolición del Estado. Son dos caras de una misma demolición.

En tiempos de disolución de la nación, recuperar el sentido de patria y República es el verdadero conservadurismo.

@gustavo_vigoa

 

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