Algunos sectores ultra antiestatistas afirman que el Estado es enemigo de Dios, como si fuera una entidad creada para oponerse a la voluntad divina. Pero esta afirmación desconoce tanto el desarrollo histórico de la civilización como la íntima relación entre lo espiritual y lo político a lo largo del tiempo.
Lejos de ser una creación hostil a Dios, el Estado es una consecuencia del camino que la humanidad ha recorrido bajo su amparo. En los albores de la civilización, fue la religión —y particularmente la Iglesia en el mundo occidental— la que cumplió el papel rector y organizador de las comunidades. Guió moralmente a los pueblos, preservó el conocimiento, ofreció estructura social, y cultivó las nociones de justicia, deber y bien común.
Fue precisamente desde ese proceso de educación espiritual y ética que los seres humanos alcanzaron la madurez cívica necesaria para crear instituciones políticas más complejas y estables: el Estado moderno. Es decir, la Iglesia no fue sustituida por el Estado como si este fuera un rival, sino que fue su partera.
Dios no se opone al orden; al contrario, todo en la creación responde a principios de armonía y jerarquía. El Estado, cuando se constituye sobre bases justas, con leyes fundadas en la dignidad humana y el bien común, no es enemigo de Dios, sino expresión racional de su voluntad en la esfera temporal.
Negar al Estado en nombre de Dios no es teología, es nihilismo disfrazado. Lo que vino verdaderamente contra Dios no fue el Estado, sino el poder desordenado, la tiranía y la injusticia —ya sea estatal o privada.
Y si el Estado, en su forma legítima, nace del orden, de la razón, del pacto y de la justicia, entonces no puede ser enemigo de Dios. Al contrario: su verdadero enemigo es el Diablo. Porque es el Diablo quien siembra el caos, el egoísmo absoluto, la fragmentación, la anarquía y el odio a toda forma de organización social. Es él quien susurra que todo poder es opresión, que toda ley es esclavitud, que todo vínculo es una cadena.
Es el Diablo, no Dios, quien odia al Estado. Porque el Estado —cuando es justo— impide que reine el capricho, la violencia y la ley del más fuerte. Porque el Estado limita al demonio del egoísmo que busca volver al hombre contra el hombre.
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