El trabajo que presentamosa continuación forma parte de “Cuba Transition Project” (CTP), llevado a cabo durante la administración de George W. Bush.
El proyecto fue financiado y dirigido por USAID, y realizado entre los años 2002 – 2006 por la Universidad de Miami. Este proyecto, no es una serie de pasos ordenados para ejecutar una transición en Cuba tras la salida definitiva de los castros, sino más bien una seie de artículos proponiendo ideas para esa transición.
Sin más demora u explicación, les presentamos el estudio hecho por Carlos Alberto Montaner, el que obligatoriamente comentaremos al final.
Agárrense que van a entender muchas cosas que aún persisten en la realidad política cubana actual.
La transición española y el caso cubano
Esta publicación se hizo posible mediante el apoyo proporcionado por el Buró para América Latina y el Caribe, de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, bajo los términos del Fallo No. EDG-A-00-02-00007-00. Las opiniones expresadas pertenecen al autor y no necesariamente reflejan el enfoque de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional.
Por> Carlos Alberto Montaner*
*Al final del ensayo aparece una nota bibliográfica sobre el autor.
Introducción
El 20 de noviembre de 1975, a los 83 años de edad, murió el Generalísimo Francisco Franco tras haber dirigido con mano firme una dictadura de carácter autoritario iniciada en 1939. Sorprendentemente, después de la desaparición del Caudillo comenzó o se aceleró un proceso de cambio hacia la democracia que en pocos años desmanteló totalmente el régimen creado tras la victoria de los “nacionales” en la guerra civil (1936-1939). El propósito de las reflexiones que siguen es examinar esta experiencia para tratar de determinar si puede ser útil para los cubanos en la hora actual, cuando Fidel Castro ha cumplido 76 años de edad y casi 44 al frente de una tiranía que muestra clarísimos síntomas de agotamiento.
España y Cuba: historias paralelas
Españoles y cubanos no suelen percatarse de la similitud histórica que aproxima a los dos países a lo largo del siglo XX. Unos y otros están acostumbrados a pensar que la ruptura de 1898 fue un corte total que escindió en dos partes totalmente distanciadas el destino político de ambas naciones, pero un acercamiento más cuidadoso demuestra lo contrario.
En la década de 1920 tanto Cuba como España vivieron momentos muy tensos en los que se devaluaron casi totalmente los principios democráticos. En Occidente comenzaba con mucha fuerza el conflicto entre el comunismo y el fascismo, caracterizado por el desorden y la violencia social, con numerosos asesinatos y un alto grado de matonismo sindical, y los pueblos de la Península y de la Isla, o una parte sustancial de ellos, en ambas orillas del Atlántico pedían “mano dura” para reorganizar la convivencia. En 1923 esta sensación de caos y de fracaso de las instituciones llevó al poder al general Primo de Rivera, espadón persuadido de las virtudes del fascismo, quien puso fin a medio siglo de monarquía parlamentaria, surgido tras la restauración de la dinastía borbónica en Parece que el conjunto de la sociedad española recibió al general con muestras de alivio.
En Cuba, en 1925, fue elegido el general Gerardo Machado precisamente porque se le tenía por un hombre enérgico capaz de “meter en cintura” al país. Había sido Secretario de Gobernación durante el gobierno de José Miguel Gómez (1909-1912) y el recuerdo dejado era el de un militar que no toleraba desmanes, aún al precio de ser él quien ordenaba los atropellos. En esa época, caracterizada por los bajos precios del azúcar, las constantes turbulencias sindicales y algunos sonados asesinatos de inspiración política, los cubanos, además de “casas, caminos y escuelas”, como prometía Machado, querían orden. El general, nacionalista y, en cierta medida, antiespañol, creía que una forma de lograr este objetivo era deportando a España a los revoltosos inmigrantes provenientes de la antigua metrópoli, acusándolos de pistoleros anarcosindicalistas o comunistas.
En realidad, había vínculos políticos entre la riada de los inmigrantes españoles llegados a Cuba, fundamentalmente desde Galicia, Asturias y Canarias, y no es extraño que existiera alguna complicidad entre estos y los sindicalistas cubanos más violentos. Por otra parte, también era notable una corriente españolista dentro de la Isla, como demuestra la creación de un batallón de voluntarios hispano-cubanos que marcharon a la guerra colonial de Marruecos en el bando, naturalmente, de Madrid. España, pues, y cuanto allí acontecía, se vivía como una experiencia muy cercana para los cubanos y para el enorme número de inmigrantes españoles que llegaba a la Isla o regresaba a la Madre Patria: los asesinatos de los Jefes de Gobierno de España, Eduardo Dato y José Canalejas, fueron planeados o ejecutados por españoles previamente avecindados en Cuba, y probablemente el de José Calvo Sotelo, detonante directo de la Guerra Civil española, fue llevado a cabo por un sicario cubano escapado de la Isla tras la fuga del General Machado. Fenómeno, por cierto, no muy diferente de lo que a fines del XIX le ocurriera a Antonio Cánovas del Castillo, víctima de un anarquista italiano armado y subsidiado en París por exiliados vinculados al Partido Revolucionario Cubano.
En todo caso, a principios de la década de los treinta ambos gobiernos de mano dura comienzan a hacer crisis. En 1930 renuncia Primo de Rivera, y en 1931, tras unas elecciones municipales en las que triunfa en toda la línea una amplia coalición de republicanos, nacionalistas catalanes y socialistas, el rey Alfonso XIII abdica y marcha al exilio. Los Borbones vuelven a salir de la escena pública. Por segunda vez en menos de seis décadas los españoles ensayan el modo republicano de organizar el Estado. En Cuba las convulsiones políticas son diferentes pero igualmente intensas. El gobierno de Machado, que había llegado al poder por medios democráticos, se había deslegitimado por sus acciones contrarias al Derecho. Machado había “prorrogado” su autoridad por medio de un parlamento dócil que violó el espíritu de la Constitución de 1901 y esto, unido a la crisis económica generada por el “crac” de 1929, desató una vasta insurrección que culminó en 1933 con la renuncia y exilio precipitado del general y la desbandada de su gobierno.
Si en 1931 España estrenó la segunda república, y en 1933 los cubanos conocieron la primera revolución, ambas sacudidas terminaron en desastre. En 1936, precedida por todo género de desórdenes, comenzó la guerra civil española, zanjada tres años más tarde al costo de cientos de miles de muertos y el encumbramiento del Generalísimo Francisco Franco, proclamado “Caudillo de España por la gracia de Dios”, una forma medieval de explicar la autoridad de los monarcas. Guerra Civil que también se riñó apasionadamente dentro y fuera de Cuba. Dentro, al dividirse acremente la sociedad política cubana entre los partidarios de los republicanos y los de los nacionales, y fuera, con la participación de más de mil voluntarios en el conflicto, la mayor parte de ellos reclutados en la esfera de los comunistas para servir en las Brigadas Internacionales. Dada la población de Cuba en ese momento −apenas cuatro millones− esta cifra era proporcionalmente la mayor aportada por cualquier país en defensa de la república española, lo que demuestra hasta qué punto los asuntos de España eran vistos como propios por los criollos cubanos.
Pero no era solamente en España donde naufragaba la república. En Cuba, entre 1933 y 1940, tras el colapso de Machado, el papel de jefe del país lo desempeñaría un ex sargento, Fulgencio Batista, quien gobernaría en la sombra desde los cuarteles, mientras unos jefes de gobierno nominales ocupaban la presidencia, se borraba o debilitaba la trama institucional, y el estado de derecho y el equilibrio de poderes que deben caracterizar a una verdadera república se convertían en una fórmula vacía. Finalmente, en 1940, la Isla recuperó la institucionalidad democrática y Batista resultó elegido presidente en unos comicios razonablemente creíbles que serían seguidos por dos gobiernos “auténticos”. Los dos países, pues, de forma paralela, entraban en un periodo de sosiego, aunque en España esto ocurría bajo la bota militar y el signo del fascismo, y en Cuba dentro de normas formalmente democráticas que volverían a ser destruidas en 1952, cuando Batista, mediante un golpe militar, liquida al gobierno legítimo de Carlos Prío, precipita una insurrección armada circunstancia que siete años más tarde potencia la aparición de Fidel Castro en el panorama político de la Isla. Ya Cuba, como España, contaba con un caudillo victorioso.
Cambio e inmovilismo en España
Veamos otras notables similitudes. Quien en sus años mozos había sido el general más joven de Europa (en 1939 todavía estaba en sus cuarenta y tantos), en los primeros tiempos de su gobierno no mostró ninguna prisa en crear mecanismos de transferencia de la autoridad ni en devolver al país a una suerte de previa normalidad. El apoyo que había recibido de media España, no necesariamente antidemocrático, había sido, fundamentalmente, para terminar con el desorden, la violencia, el anticatolicismo y los separatismos catalán y vasco, pero el Caudillo, imbuido del conservadurismo nacional católico, a lo que se agregaba la visión fascista que aportaban los falangistas, sus compañeros de ruta en la victoria militar, había interpretado ese respaldo popular y su propia victoria como una señal para fundar un régimen diferente no sólo al de la breve Segunda República, sino al de la por él muy odiada monarquía parlamentaria liberal de la Restauración.
A partir del fin de la Segunda Guerra y la derrota del nazi-fascismo, Franco comienza a sentir presiones en dirección del cambio hacia la democracia. Una de esas presiones tiene que ver con el dilema que se le plantea a todo régimen organizado en torno la excepcionalidad de un caudillo que detenta el poder de manera casi exclusiva: ¿qué hacer cuando falte ese mesías sin competencia ni paralelo? Lógicamente, crear mecanismos sucesorios, pero eso comporta generar instituciones y alentar las aspiraciones de otras personas. En 1945, desde Lisboa, Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII y hombre cercano a posiciones democráticas, pide otra vez la restauración de la monarquía. Franco ignora ese llamado, pero empieza a acariciar la idea de lograr un compromiso entre las instituciones democráticas occidentales y su régimen de mano dura. Su democracia será “orgánica” y no dependerá de los “desordenados” partidos políticos sino de los “estamentos naturales” de la sociedad: la familia, los sindicatos, los productores. El Caudillo encuentra en el fascismo una manera de sustentar su infinito poder personal.
Asimismo, el Caudillo llega a la conclusión de que una monarquía encabezada por Don Juan volvería pronto a los decadentes vicios liberales de los tiempos de Alfonso XIII, pero seguramente sería muy diferente si le enviaran al niño Juan Carlos, hijo de Don Juan, para educarlo en los principios y valores del Movimiento. Llegado su momento, si el heredero daba muestras de sujeción a la autoridad moral y política del Caudillo, y si prometía prolongar la obra iniciada con el triunfo de 1939, entonces podría plantearse la Restauración como una forma de asegurar la pervivencia del franquismo. Mientras tanto, un fenómeno político a escala planetaria contribuía a consolidar el franquismo: se había desatado la Guerra Fría y la España de Franco dejaba de ser percibida por Washington como la ex aliada de los nazis y pasaba a ser vista como un país amigo en la lucha contra el comunismo dentro de la estrategia global de “contención” del espasmo imperial de la URSS. En 1951 Estados Unidos y España reanudaron relaciones, en 1953 se instalaron las primeras bases militares norteamericanas en suelo español, y en 1955 España fue admitida a la ONU.
En 1962 Franco cree estar seguro de poder mantener los pilares del régimen y, simultáneamente, preparar al país para su ausencia. Durante algunos años el joven príncipe Juan Carlos ha recibido una esmerada formación en el terreno ideológico y no exhibe síntomas de suscribir la cosmovisión de las decadentes democracias occidentales. Es el momento de proclamar que, a su debido tiempo, cuando falte la mano previsora del Caudillo, la Monarquía será restaurada y Juan Carlos ocupará la jefatura del Estado en su condición de Rey. Pero la jefatura del Gobierno, la gestión del sector público, estará en manos de un hombre de mano dura, como la del propio Franco, que continuará la obra del Movimiento. En 1967
Franco está seguro de quién debe ser su sucesor en ese terreno: el almirante Luis Carrero Blanco, así que lo nombra para ese cargo. A partir de entonces es que Franco comienza a decir en privado, y luego repetirá en público, que “el futuro está atado y bien atado”. Está seguro de que, tras su muerte, continuará invariable el signo de su régimen.
Sin embargo, los españoles ni siquiera tuvieron que esperar a la muerte del Caudillo para comenzar a ver cambios que apuntaban a una modificación sustancial de los fundamentos del franquismo. En la década de los cincuenta los falangistas empiezan a perder fuerza mientras los grupos católicos, en ese contexto más progresistas, adquieren más poder. Finalmente, en 1959 los tecnócratas vinculados al Opus Dei asumen la dirección económica del gobierno y se abren al mercado y a las inversiones extranjeras, abandonando el viejo proyecto autárquico- nacionalista. España quiere integrarse a Europa, donde ya funciona un Mercado Común. Obviamente, para lograr ese objetivo es necesario no sólo “abrir” la economía sino conceder algunas libertades. En 1966 el entonces joven ministro Manuel Fraga Iribarne propone una ley aceptada acto seguido que elimina la censura previa en los medios de comunicación. Es un paso en la dirección correcta.
En diciembre de 1973 sucede un hecho estremecedor: ETA asesina a Carrero Blanco de forma espectacular. El sucesor ideológico y continuador del régimen desaparece súbitamente. Una enorme carga de explosivos colocada al paso de su coche lanza el vehículo a la azotea de un edificio cercano y el Almirante y el chofer mueren en el acto. ETA era una organización separatista vasca surgida a principios de los sesenta en torno a grupos radicales católicos, pero al calor de la lucha se había desplazado hacia posiciones comunistas. En ese momento Franco, que tenía ochenta y un años y estaba enfermo, veía como uno de sus dos mecanismos sucesorios desaparecía súbitamente. ¿Seguiría “atado y bien atado” el futuro del franquismo?
El hombre elegido para suceder a Carrero Blanco y lograr la supervivencia del franquismo fue un abogado llamado Carlos Arias Navarro, ex fiscal tras la guerra civil, que tenía fama de duro, pero que no lo resultó tanto. Aunque oficialmente los españoles se sentían satisfechos con el régimen, y así lo reflejaban abrumadoramente en todas las consultas electorales, era evidente que existía una gran presión interna en dirección a la democracia y el pluralismo. Había “demócratas” −nombre genérico que se daban todos los enemigos del franquismo, fueran o no realmente demócratas− entre los militares, los obispos, los jueces, los catedráticos, y los viejos partidos políticos que luchaban por salir de una clandestinidad nada opaca para una policía política que a esas alturas prefería seguir de cerca los pasos de sus enemigos que impedirles sus movimientos. Finalmente, con bastante realismo, Arias Navarro autorizó una “Ley de asociaciones políticas” que fue una forma de canalizar el surgimiento embrionario de partidos distintos al Movimiento.
En 1974 se conocen públicamente los males físicos que aquejan a Franco y la oposición se lanza a organizarse para el postfranquismo. La convicción general de la clase política, especialmente en la oposición, era que, pese a la fortaleza del régimen y la bonanza económica que vivía el país, el franquismo no resistiría la desaparición del Caudillo, por muchas previsiones que hubiera tomado desde el palacio del Pardo. ¿Por qué? En esencia, porque prevalecía la idea de la ilegitimidad moral del sistema y la incongruencia que significaba la supervivencia de un régimen que ya no era fascista, pero que se empeñaba en gobernar a los españoles por medio de la imposición y la fuerza. Franco, un hombre de cuartel más que de ideología, había vivido convencido de que los “demonios” que impedían la convivencia armónica de los españoles eran la tendencia a la anarquía y la incapacidad para someterse a las reglas −impulsos nefastos estimulados por “los pérfidos masones, los judíos, el oro de Moscú y la idiota tradición liberal”−, de donde deducía que siempre debía existir una enérgica voz de mando que pusiera en “firme” a sus compatriotas, y había tratado de convertir esas creencias en dogmas de su gobierno, pero sin demasiado éxito.
En 1974 el franquismo había perdido todo componente místico y la adhesión de la mayor parte de los simpatizantes estaba basada en la conveniencia personal, el recuerdo todavía vigente de la Guerra Civil, el peso de la inercia y la falta de fe en las ventajas de un cambio. Los casi cuarenta millones de españoles de entonces gozaban de una renta per cápita del 75 por ciento de la que exhibía la Comunidad Europea, el desempleo era bajo, el ochenta por ciento de las familias eran dueñas de sus viviendas y había varios millones de cartillas de ahorro en las sólidas instituciones bancarias del país. ¿Por qué luchar por un cambio? Sencillamente, porque la clase dirigente estaba profundamente desmoralizada. Frecuentemente, los hijos y los nietos de quienes habían ganado la Guerra Civil no creían en el franquismo y habían abrazado a los grupos de oposición. La Comunidad Europea ejercía una fuerte atracción sobre casi todos los españoles, y el franquismo, que arrojaba ciertos resultados positivos en el terreno económico, estaba totalmente en bancarrota en el ideológico. Y sucede que cualquier régimen político que no se base en el consentimiento real de la sociedad, sólo puede sostenerse indefinidamente por la fuerza bruta utilizada sin ninguna clase escrúpulo −Sadam Hussein en Irak, por ejemplo−, o si es capaz de mostrar y defender una calidad moral especial sobre la que edifica su legitimidad. El gobierno de España, mediados los años setenta del siglo XX, ni estaba dispuesto a recurrir sin limitaciones a la represión ni a esas alturas se sustentaba en un discurso político y ético compartido por la mayor parte de la sociedad. El cambio, pues, sería inevitable.
Cambio e inmovilismo en Cuba
A la manera de Franco dos décadas antes, en 1959 llegaría Fidel Castro al poder en Cuba como consecuencia de una victoria militar sobre la dictadura de Fulgencio Batista. Apenas tenía 33 años y su legitimidad descansaba, primordialmente, en ese triunfo: era el líder indiscutible del país. No es este el lugar para reseñar esos hechos, pero sí conviene destacar un dato relevante: secretamente, Fidel Castro, aunque públicamente se había comprometido a restaurar la democracia y la Constitución de 1940 −que era lo que deseaban los cubanos y lo que había pactado toda la oposición, incluido el Movimiento 26 de Julio−, en realidad pensaba perpetuarse en el poder y crear un tipo de régimen que rompiera con la tradición liberal y republicana de Cuba. Castro, como Franco en España, aquejado de evidentes rasgos mesiánicos, se veía a sí mismo como “fundador” de una nueva nación alejada de los primeros cincuenta y siete años de vida republicana. Los dos dictadores defendían ideas distintas, pero ambos coincidían en el rechazo al pasado y en tener una visión de ellos mismos rayana en el endiosamiento.
La década de los sesenta fue la de la destrucción de la sociedad civil cubana.
Como Franco encontró un método y una coartada ideológica en el fascismo para fundar su dictadura personal, Fidel los hallaría en el comunismo. No sólo el noventa y cinco por ciento del aparato productivo −industrias y servicios− fue confiscado por el Estado en el esfuerzo por crear una sociedad comunista, sino que se desmantelaron todas las organizaciones privadas, ciñendo la participación ciudadana a la militancia en un puñado de instituciones rígidamente controladas por el gobierno: la CTC, la Federación de Mujeres Cubanas, el Partido Comunista de Cuba, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y un breve etcétera. En realidad, más que organizaciones en las que las personas se agrupaban para defender principios e intereses comunes, se trataba de instituciones concebidas para defender el modelo político totalitario impuesto por Castro.
También como a Franco, a Castro lo salvó la Guerra Fría. Enfrentado a Estados Unidos, buscó la protección económica y militar de una URSS que se expandía por el Tercer Mundo en busca de la hegemonía planetaria. La Isla −como España a Washington− le concedió bases militares a Moscú y se agregó al COMECON en calidad de socio protegido. Poco a poco, el régimen fue perdiendo su vocación de originalidad y, tras la inflación y el desabastecimiento de la última parte de los sesenta, a lo que inmediatamente se sumó el fracaso de la “zafra de los diez millones” (1970), el gobierno aceptó copiar el modo soviético de producir y de administrar los escasos recursos con que el país contaba.
A mediados de los setenta Castro tuvo que plantearse el problema de la sucesión y de la institucionalización del régimen. El convulso periodo revolucionario aparentemente llegaba a su fin y había que crear estructuras capaces de darle soporte al régimen cuando la generación de los “padres fundadores” ya no viviera. Es la época en que se convoca al Primer Congreso del PPC, se redacta una nueva constitución inspirada en la de Bulgaria (que, como todas las de los “hermanos del Este” a su vez procedía de la soviética de los años treinta) y se establece una línea sucesoria que deja el poder en manos de Raúl en caso de que Fidel desaparezca. No hay, como en España, una división de funciones entre la jefatura del Estado y la del Gobierno, pero como Franco eligió a Juan Carlos y a Carrero Blanco para prolongar su régimen sine die, Castro depositó esa responsabilidad en su hermano, cinco años menor.
Sin embargo, exactamente igual que en España, al margen de la voluntad del Caudillo, surgían luchas por parcelas de poder y funcionarios que se desviaban de la ortodoxia ideológica, la “institucionalización” del comunismo en Cuba creaba oportunidades para la aparición de “reformistas” y “aperturistas” que se alejaban del castrismo químicamente puro. Esto fue lo que sucedió con el economista Humberto Pérez, quien comenzó a descentralizar la administración y a crear mecanismos de mercado que pusieron muy nervioso a Fidel Castro. Años más tarde ese papel lo encarnó Carlos Aldana, quien, al compás de la perestroika proclamada por Gorbachov, llegó a creer que era posible relegar a Fidel Castro al rol de “reina madre”, pero sin injerencia en la labor de gobierno. Naturalmente, Aldana acabó apartado del poder, acusado de corrupto y totalmente desacreditado, al menos dentro del círculo íntimo de Fidel y Raúl. Una década más tarde, y acusado de querer convertirse en heredero de Castro, le tocaría ese papel a Roberto Robaina, joven y excéntrico ex canciller del castrismo.
De la misma manera que durante el “tardofranquismo” −vocablo acuñado por los periodistas españoles−, y como consecuencia de la necesidad de España de integrarse a Europa, disminuyó la ferocidad represiva del régimen, en Cuba sucedería otro tanto a partir del momento en que el presidente norteamericano Jimmy Carter lanza su defensa de los Derechos Humanos y la URSS se acoge a los acuerdos de Helsinsky. En la Isla esto se traduce en la liberación y expatriación de miles de prisioneros políticos y, paulatinamente, en la aparición de cierto espacio para la oposición abanderada tras la reivindicación de los Derechos Humanos, movimiento que surge en las cárceles como una iniciativa de presos procedentes de las filas comunistas como Ricardo Bofill y Adolfo Rivero Caro, o disidentes de la cantera del “26 de julio”, como Gustavo y Sebastián Arcos o la doctora Martha Frayde. Tras la aparición del movimiento pro Derechos Humanos, y probablemente debido a esa influencia, lentamente comienzan a congregarse profesionales cubanos que establecen vínculos al margen del Estado. Un grupo de abogados independientes forma la organización “Ignacio Agramonte”. Pronto aparecen los periodistas, los economistas, los médicos y las bibliotecas independientes. En la provincia de Oriente algunos campesinos que todavía poseían pequeñas parcelas de tierra forman la Alianza Nacional de Agricultores Independientes. Con el tiempo llegarán a tener 17 “propietarios” agrupados en todo el país. Los auxilian desde el Centro Nacional de Estudios Científicos. Se trata de un gremio de ingenieros agrónomos e investigadores también independiente. Desde el exilio, el Colegio de Ingenieros Agrónomos envía diversos tipos de ayuda. Lo mismo hace el Directorio Democrático Cubano. Es la sociedad civil que pugna por reinventarse tras décadas de aplastamiento y represión. En ella hay que incluir el trabajo de formación cívica de la Iglesia Católica, aunque no sea uniforme en todas las diócesis, y publicaciones como Vitral, dirigida por Dagoberto Valdés. Es dentro de ese contexto que el ingeniero Oswaldo Payá, cabeza del Movimiento Cristiano de Liberación, lanza su iniciativa del “Proyecto Varela”, auxiliado por decenas de organizaciones políticas de la disidencia. Utilizando los resquicios de la legislación cubana, tratan de reclamar los derechos conculcados al pueblo. Realizan la proeza de levantar más de once mil firmas. El gobierno los persigue, pero ya no están los tiempos para encarcelar o fusilar a unas personas que ni siquiera se proponen cambiar el sistema político, sino que se reúnen, simplemente, para defender intereses legítimos, para intercambiar puntos de vista o para pedir que se cumplan las propias leyes del país.
En el exilio, simultáneamente, también se produce un cambio significativo. Primero, la transición española les demuestra a los cubanos que es posible enterrar pacíficamente un régimen totalitario o semitotalitario. Pero a partir de la perestroika, y, sobre todo, tras la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento fulminante del bloque comunista europeo, algunos cubanos plantean la necesidad de crear las condiciones para que algo similar ocurra en Cuba. Es entonces, en 1990, cuando liberales, democristianos y socialdemócratas del exilio −con ciertas ramificaciones en Cuba− crean la Plataforma Democrática Cubana y renuncian a la violencia como método de lucha. Hasta el nombre recuerda la experiencia española. El objetivo es forjar una alianza entre los demócratas y pactar las condiciones para la transición hacia la democracia en la Isla. Todos han visto cuan importante ha sido la colaboración con las fuerzas democráticas integradas en las Internacionales.
A principios de la década de los ochenta Fidel Castro no estaba nada satisfecho con la burocratización del país a la manera soviética y la pérdida de poder personal que eso significaba, y lanza su política de “rectificación de errores”. Es una vuelta a cierta ortodoxia comunista y el rechazo a algunas medidas de apertura hacia el mercado y de incentivos materiales tomadas previamente. No lo puede prever, pero irá a contramarcha de la perestroika, que pronto comenzará a ensayar Gorbachov en la URSS. La nomenclatura cubana resiente esa involución y el aparato, secretamente, se divide entre reformistas y “duros”. Esto se hace patente en los ministerios y departamentos mejor informados: Comercio Exterior, Relaciones Exteriores, Interior. Pero enseguida se hace obvio que ahí no hay más poder que el de Fidel Castro y los reformistas asumen sin fisuras el discurso de los duros. Es un coro casi perfecto, hábilmente dirigido por la policía política.
En 1989 sucede todo. Se produce el fusilamiento del general Ochoa y Tony de la Guardia. Aparentemente son eliminados por sus vínculos con el narcotráfico −una política del Estado cubano−, pero también los castigan porque Fidel, por medio de unas grabaciones clandestinas del Ministerio del Interior, descubre que se burlan de él y ya no creen en el “proyecto revolucionario”. En ese año cae el Muro de Berlín y comienza a deshacerse la URSS. En Cuba, Raúl Castro interviene el Ministerio del Interior, que es “ocupado” por el Ejército, y en el gobierno comienzan a buscar fórmulas de sostener el sistema sin necesidad de hacer cambios, aún cuando desaparezca el subsidio soviético. Es el gatopardismo en su mejor acepción: admitir algunas modificaciones marginales para que todo siga igual. Es dentro de ese espíritu que luego llegarán la dolarización, las empresas mixtas, el “cuentapropismo”, la reaparición de los mercados campesinos y la conversión de las granjas estatales en cooperativas. No son medidas para sustituir el modelo comunista sino para apuntalarlo en su peor momento.
Ante esos cambios muchos criptorreformistas comienzan a pensar que la revolución ha entrado en un irreversible camino hacia una apertura real. Fidel y Raúl −especialmente Fidel− se empeñan en lo contrario. La Asamblea Nacional del Poder Popular, presidida por Ricardo Alarcón, le responde públicamente a la Plataforma Democrática Cubana y rechaza cualquier forma de diálogo con la oposición. El joven Roberto Robaina es designado Canciller por un rasgo específico de su educación: Granma anuncia que es quien mejor interpreta el pensamiento de Fidel Castro. En la década de los noventa se celebran dos congresos del Partido y son ratificados los inalterables principios del marxismo-leninismo. La dinámica de los dos eventos indica que el objetivo básico de los hermanos Castro es evitar cualquier veleidad reformista. En el verano de 2002, como preparación a un nuevo Congreso, y en respuesta al Proyecto Varela, Castro hace que millones de cubanos firmen una petición a la Asamblea Nacional del Poder Popular por la que todos se obligan a mantener de forma irrevocable el sistema comunista. Paradójicamente, la maniobra indica que en el conjunto de la sociedad, incluidas las filas gubernamentales, existe una clara desmoralización y una fuerte tendencia hacia el cambio que los hermanos Castro desean eliminar de raíz.
La transición española
En España, en 1974, cuando se anuncia la enfermedad del Caudillo, la oposición, hasta entonces desunida, se agrupa en dos grandes coaliciones. Los marxistas más radicales crean la “Junta Democrática”. Ahí están el Partido Comunista presidido por Santiago Carrillo, el Partido Socialista Popular del profesor Enrique Tierno Galván, el Partido del Trabajo y “Comisiones Obreras”, una central sindical independiente y proscrita, creada por los comunistas unos cuantos años antes. Unos meses más tarde, ya en 1975, otros grupos más moderados forman la “Plataforma Nacional de Convergencia Democrática”, integrada por el Partido Socialista Obrero de España (PSOE), cuyo secretario general era el joven abogado sevillano Felipe González, y una agrupación socialdemócrata fundada por Dionisio Ridruejo, un escritor ex falangista genuinamente pasado a la democracia. Lo que pide la Plataforma es libertad de asociación y de prensa. Para ellos la inspiración más cercana es el Partido Socialdemócrata Alemán y Willy Brandt, el ex canciller germano.
Finalmente, el 20 de noviembre, tras varias semanas de agonía, Francisco Franco muere. Dos días más tarde se reúnen las Cortes, como se le llama en España al Parlamento, y Juan Carlos es nombrado rey, tal y como la legislación determinaba. Parecía que la continuidad del franquismo estaba asegurada, pero no era verdad. Los reformistas, muchos de ellos de procedencia democristiana, intrigan hábilmente para democratizar el régimen. Hay una sorda pugna por el poder que se da, fundamentalmente, en los pasillos de las Cortes y en las reuniones secretas de la Zarzuela, recinto de los monarcas. Los “inmovilistas” afirman que el apoyo del pueblo al modelo franquista es total, como se demostraba en las elecciones y referendos organizados por el franquismo. Los españoles −opinaban ellos− no querían cambiar ni volver a la decadente “partidocracia” de antaño. El rey, que hasta entonces era un enigma, participa en el bando de los “democratizadores”. Arias Navarro, el Jefe de Gobierno o Primer Ministro, no está conforme. En julio de 1976 se produce el cambio y el rey elige al sustituto de Arias Navarro de una terna propuesta por las Cortes. Se trata de Adolfo Suárez, un joven y poco conocido abogado que ha hecho toda su vida profesional como “apparatchik” del Movimiento.
Una vez al frente del gobierno, Suárez comienza su lucha por cambiar el modelo político. Enseguida se da cuenta de que la clave está en ampliar los márgenes de participación de la sociedad. La ilegitimidad del franquismo surgía del exclusivismo. Las potencias europeas −Alemania y Francia principalmente− le hacen saber que no habría integración ni solidaridad si no se respetaban los derechos políticos de todos los españoles. Estados Unidos coincide con ese análisis. Tenía que abrirle paso al resto de las fuerzas políticas. Suárez se plantea construir un partido democrático con el sector reformista del gobierno y con la parte moderada de la oposición. Está secretamente decidido a enterrar el Movimiento.
En noviembre ocurre un espectáculo pocas veces visto: las Cortes dictan una amplia amnistía política, promulgan la Ley de Reforma Política para potenciar el pluripartidismo, suprimen los Tribunales de Orden Público −dedicados a la persecución ideológica−, y se disuelven para dar paso a unas elecciones convocadas con las nuevas reglas. El franquismo, repiten en España en todos los medios de comunicación, se ha hecho el harakiri. Las elecciones se llevarán a cabo en junio de 1977.
Antes de esa fecha Suárez da dos pasos importantísimos: crea la Unión del Centro Democrático para agrupar sus propias fuerzas desgajadas del antiguo franquismo y legaliza al Partido Comunista, bestia negra de los viejos militares, que no olvidan los agravios de la Guerra Civil, y muy especialmente “la matanza de Paracuellos”, un poblado cercano a Madrid donde los comunistas, bajo la autoridad de Santiago Carrillo, habían ejecutado sumariamente a unas 2 800 personas. Pero Suárez sabe que para democratizar el país y cambiar el sistema necesita la colaboración de los comunistas y de los socialistas. El quid pro quo es muy claro: habrá juego limpio para todos a cambio de tranquilidad institucional.
¿Qué quiere decir eso? Básicamente, aceptación de la monarquía y sujeción a la democracia electoral. El rey y él, Suarez, están dispuestos a ampliar el juego político, pero a cambio de que todos se coloquen bajo el imperio de la ley.
Todo esto, naturalmente, se produce en medio de grandes tensiones sociales, y bajo la presión de grupos extremistas de izquierda y derecha que se niegan a aceptar las normas democráticas. Desde la ultraizquierda se dice que todo es un engaño pues “los tiburones [el franquismo] no suelen parir gacelas”. Desde la ultraderecha, dominada por nostálgicos del falangismo, se afirma que la “partidocracia” volverá a fragmentar y destruir a España. Ambos sectores llevan a cabo ciertos hechos violentos y algunos asesinatos. Pero en junio de 1977 se llevan a cabo las elecciones y gana el partido de Suarez con el 32 por ciento de los votos. En segundo lugar queda el PSOE y en tercero el Partido Comunista. Suárez ha conservado el poder, pero se da cuenta de que debe buscar el consenso con las otras fuerzas para poder gobernar. De esa disposición surgen los “Pactos de la Moncloa”, un programa de gobierno en gran medida refrendado por la oposición. Lo importante es no romper el Estado de Derecho. En 1978, las Cortes surgidas de las elecciones de 1977 se declaran Constituyentes y le encargan a una decena de sus miembros, catedráticos de Derecho, que redacten una nueva Ley de Leyes. Se trata de un grupo mixto en el que hay políticos de derecha, como Fraga Iribarne y comunistas como Solé Turá. La Constitución que redactan refleja el compromiso entre todas las tendencias, se discute luego en las Cortes y, una vez aprobada, ya en 1978, es refrendada por una inmensa mayoría de los españoles. Desde entonces España es una democracia “homologable” con cualquier otra.
El gobierno de UCD, sin embargo, será corto. En 1979 hay unas nuevas elecciones que vuelve a ganar Adolfo Suárez, pero de una forma menos definitiva. En 1980 se produce una moción de censura que debilita seriamente a UCD. El partido da muestras de la artificialidad con que fue construido y comienza a resquebrajarse. Las líneas de fisura tienen que ver con las corrientes ideológicas que lo forman y con los “barones” que las dirigen. Fatigado y desgastado, a principios de 1981 Suárez dimite y las Cortes eligen como su sucesor a Leopoldo Calvo Sotelo. En el acto de investidura irrumpen unas unidades de la Guardia Civil mientras se insubordinan varios cuerpos del ejército: es un peligroso golpe militar y el último coletazo del viejo franquismo. El rey, desde la Moncloa, con el auxilio de otras fuerzas, logra abortar la intentona.
A partir de ese momento se acelera la consolidación del modelo democrático y prooccidental en el país. En 1981 España entra en la OTAN y pocos meses más tarde, en 1982, la oposición socialista gana las elecciones con una mayoría holgada que nunca tuvo la UCD. Desde la guerra civil los socialistas españoles nunca habían gobernado y sus enemigos temían que el país tomara una senda radical. Pero no fue así. González, que en el campo económico optó por el mercado y la privatización del sector público, obtuvo el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea y mantuvo unas estrechas relaciones con los Estados Unidos de Reagan y de Bush (padre), a quien acompañó en la Guerra del Golfo (1991). Mientras tanto, se producía un crecimiento muy notable de la renta nacional y España se transformaba en un país rico del Primer Mundo. Reelecto un par de veces, hasta convertirse en el político democrático que más tiempo ha ocupado el poder consecutivamente en la historia de España, Felipe González pierde las elecciones de 1996 y José María Aznar ocupa desde entonces la casa de gobierno al frente del Partido Popular, una formación liberal-conservadora edificada con el voto sociológico de UCD, más muchos electores del PSOE que se desencantaron con los niveles de corrupción exhibidos en los 14 años de gobiernos socialistas. En todo caso, lo importante es observar cómo las fuerzas políticas se moderaban, se alternaban en el poder y se cerraba el ciclo de la transición.
Lecciones de la transición española para los cubanos
Hay muchas enseñanzas que los cubanos pueden sacar de lo ocurrido en España, y al menos vale la pena enumerar ocho de ellas:
Primera. Es verdad que Cuba y España tienen realidades diferentes, pero también poseen muchas similitudes y los habitantes de los dos países comparten viejos valores y una común cosmovisión. No es por gusto que Cuba fue territorio español hasta 1898, y que a partir de esa fecha cientos de miles de españoles emigraron a Cuba. Eso deja una impronta y una manera de razonar y de reaccionar.
Segunda. Lamentablemente, es muy probable que los cambios no lleguen a Cuba hasta que muera Fidel Castro, como sucedió en España con Franco, pero eso no quiere decir que la oposición debe cruzarse de brazos. Hay que alentar el surgimiento de la sociedad civil, cooperar con la disidencia interna, forjar un pacto de colaboración entre todos los demócratas de dentro y fuera de la Isla, ocupar todos los espacios que el gobierne tolere o no pueda controlar, y estar dispuestos a buscar zonas de negociación con los reformistas del castrismo que, en su momento, quieran buscarle una salida digna a la crisis del país.
Tercera. Aunque es cierto que la situación económica de España tras la muerte de Franco era infinitamente mejor que la que Castro deja en Cuba, este elemento complica la situación, pero no la determina. Los franquistas, con el rey y Adolfo Suárez a la cabeza, se sintieron compelidos a democratizar a España porque el país vivía en un entorno histórico y geográfico que así lo exigía. Con Franco acababa una época: la de la Guerra Civil y el enfrentamiento entre fascismo y comunismo. Con Cuba sucede lo mismo. Castro es un producto de las ideas polvorientas de la izquierda comunista de los años cuarenta y cincuenta.
Liquidada la Guerra Fría con total victoria occidental, y revaluada la democracia en todo el continente latinoamericano, quien herede el poder percibirá de inmediato que sólo tiene una salida de la trampa. Si hoy Cuba no puede pertenecer a la OEA, ni al Grupo de Río, si la Unión Europea le niega cualquier tipo de ayuda especial, y tiene cerradas las puertas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, cuando Castro desaparezca las presiones arreciarán, y con ellas aumentará la tentación de abandonar el ineficaz y dictatorial modelo castrocomunista que el país padece.
Cuarta. Por la otra punta, serán copiosas las ofertas de ayuda económica y política para implementar los cambios. Si se abandona el modelo revolucionario colectivista, Estados Unidos se volcará para lograr un despegue económico espectacular de los cubanos con el objeto de evitar éxodos masivos hacia el sur de la Florida. Para ese empeño solidario reclutará a sus aliados europeos y asiáticos. Todos los incentivos apuntarán al cambio y todos los inconvenientes al inmovilismo. ¿Por qué la estructura de poder que suceda a Castro actuaría estúpidamente y elegiría el inmovilismo?
Quinta. No hay que pensar que los funcionarios del castrismo, aunque repitan el discurso oficial, realmente lo suscriben. ¿No habíamos quedado en que Robertico Robaina había sido elegido Canciller por su impresionante capacidad para interpretar el pensamiento de Fidel Castro? Los elementos cohesionadores de las dictaduras caudillistas son tres: el miedo al Jefe, la lealtad al grupo y el temor al cambio. Cuando desaparece el Jefe se debilita la lealtad al grupo. Muerto Fidel es mucho más fácil darle la espalda al fidelismo, especialmente porque ahí ni siquiera hay doctrina, sino una sucesión de caprichos y arbitrariedades comprobadamente fallidos. Lo que finalmente puede unir a los partidarios de la dictadura es el temor al cambio, de manera que hay que fraguar un modelo de transición, como el español, donde todos quepan, plural y abierto, y en el que sean los electores los que determinen quiénes y por cuánto tiempo deben administrar la nación, pero sin violar los derechos individuales de nadie.
Sexta. Todo esto exige una voluntad de perdonar los agravios. Los españoles provenían de una guerra civil en la que ambas partes se hicieron mucho daño, pero, tras la muerte de Franco, en lugar de ponerse a hurgar en el pasado se dedicaron a salvar el futuro. Ese ejemplo debería ser útil para los cubanos.
Séptima. Es muy conveniente olvidarse de los estereotipos y de las ideas preconcebidas. Curiosamente, la experiencia totalitaria es tan brutal que afecta la naturaleza sicológica de los pueblos. Franco, que había vivido en su juventud el convulso primer tercio del siglo XX, y que era un militar en toda la regla, pensaba que los españoles eran anárquicos, caóticos y dados a la violencia, lo que acababa por generar pobreza, y, por lo tanto, había que sujetarlos con una correa corta y fuerte. Pero, tras su muerte, se descubrió que la sociedad española era moderada, pacífica y tolerante. El país ensayó la pluralidad política y nunca ha tenido mayor auge económico en toda su historia.
En Cuba puede suceder lo mismo. Fidel Castro vive (y morirá) convencido de que los cubanos constituyen una raza guerrera destinada a enfrentarse permanentemente a Estados Unidos y a la Unión Europea en defensa de un maravilloso modelo revolucionario colectivista, pero, según todos los síntomas, estamos ante una sociedad más bien prudente, saturada de discursos políticos, compuesta por personas que, cada vez que pueden, se marchan precisamente a los países capitalistas más prósperos para tratar de desarrollar proyectos individuales. De donde se deduce que los cubanos lo que realmente quisieran es tener una vida pacífica y tranquila, en la que puedan alcanzar cierto bienestar económico que les permita vivir en su país decorosamente sin necesidad de emigrar. Es decir, Castro ha matado en los cubanos el espíritu revolucionario, como Franco mató en España el espíritu autoritario.
Octava. Hay que descartar de plano la peregrina disposición de Castro por la que ordena la parálisis total de la historia cubana y establece que el sistema revolucionario colectivista nunca será sustituido. Fidel, como Franco, piensa que tiene el futuro “atado y bien atado”, pero eso no es cierto. Como se ha recordado en estos papeles, ni el gobierno ni sus adversarios se han mantenido siempre en la misma posición. Unos y otros han tenido que adaptarse a circunstancias fuera de control o a cambios en las tendencias históricas. Es verdad que Castro −como le sucedió a Franco− se aferra a unas ideas y a una visión del mundo totalmente anacrónicas; y es verdad que Castro −como Franco mientras vivió− ha podido retardar el proceso de adaptación de Cuba al mundo cultural e histórico al que la nación cubana pertenece, pero parece imposible que una imposición tan anómala y arbitraria pueda mantenerse indefinidamente.
Un claro síntoma del inevitable fracaso del propuesto “comunismo forever” que Castro pretende imponerles a los cubanos puede observarse en el crecimiento espontáneo de la sociedad civil cubana, pese a las infinitas presiones y al acoso que padecen quienes prestan su concurso a estas iniciativas, frente al comportamiento desvitalizado y rutinario del sector oficial. Mientras las instituciones comunistas permanecen necrosadas y sin ilusiones −desde el Partido hasta la FEU, pasando por la CTC−, funcionando por la inercia del poder, pero sin entusiasmo, en el seno de la sociedad cada vez son más quienes se atreven a dar un paso al frente para desafiar al gobierno, al extremo que hoy es posible afirmar que ninguna nación comunista de Occidente, con la excepción de Polonia, jamás contó con una oposición tan nutrida y variada como la que hoy exhibe Cuba. Cuando llegue el momento, esta presión romperá los diques.
NOTAS SOBRE EL AUTOR
Carlos Alberto Montaner nació en La Habana, Cuba, en 1943. Reside en Madrid desde 1970. Ha sido profesor universitario en diversas instituciones de América Latina y Estados Unidos. Es escritor y periodista. Varias decenas de diarios de América Latina, España y Estados Unidos recogen desde hace treinta años su columna semanal. A principios de los ochenta Cambio 16 lo calificó como «tal vez el columnista más leído de lengua española». Se calcula en seis millones de lectores semanales quienes tienen acceso a sus artículos. En 1990 creó la Unión Liberal Cubana junto a exiliados y cubanos radicados en Cuba. El propósito era llevar el cambio democrático a la Isla por vías pacíficas. La ULC pronto se afilió a la Internacional Liberal. En 1992 Montaner fue elegido vicepresidente de la Internacional Liberal, cargo que ocupa desde entonces. A principios de los noventa la ULC impulsó la creación de una coalición de demócratas cubanos, junto a los democristianos y los socialdemócratas, para presentar un frente común contra la dictadura de Castro.
Montaner ha publicado una veintena de libros. Varios han sido traducidos al inglés, el portugués, el ruso y el italiano. Entre los mas conocidos y reeditados están Viaje al corazón de Cuba, Cómo y por qué desapareció el comunismo, Libertad: la clave de la prosperidad, y las novelas Perromundo y 1898: La Trama. En 1978 la Editorial Planeta y la Universidad de Arkansas editaron un libro de crítica sobre su obra (La narrativa de Carlos Alberto Montaner). Dos de sus más polémicos y divulgados ensayos son los “best-sellers” Manual del perfecto idiota latinoamericano y Fabricantes de miseria, ambos escritos con la colaboración de Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa. Su penúltima obra, publicada en 2001, es Las raíces torcidas de América Latina. En este libro Montaner aborda desde una perspectiva histórica uno de los asuntos más acuciantes de nuestra cultura: ¿por qué la América surgida de la colonización ibérica es el segmento más pobre e inestable de Occidente? Antes de esta obra, el autor, desde otros ángulos, había reflexionado sobre el tema en dos libros también publicados por Plaza & Janés: La agonía de América y No perdamos también el siglo XXI. Próximamente aparecerá Los latinoamericanos: identidad e historia cultural.
Su último libro, Cuba: un siglo de doloroso aprendizaje apareció en 2002 durante el primer centenario de la república y en gran medida es el resultado de un ciclo de conferencias dictadas en la Universidad de Miami.
Comentarios Obligados
Después de leer este escrito esperamos no le queden dudas de dónde sale ese empecinado paradigma rosa de la lucha no violenta.
Toda esa mierda viene de la disidencia castrista-comunista, disfrazada con el ropaje civilista de los Derechos Humanos. Para colmo de males, tratando de copiar la ruta fallida de la Transición Española, todos estos disidentes han formado más de 200 organizaciones a las que descaradamente llaman opositoras. Es que de lejos se le ven las orejas al burro, están más que deseosos de participar junto con los castros en la farsa política cubana, sin penas ni sonrojos, sin importar lo que cueste o ya le ha costado a los cubanos el castro-comunismo.
Posiblemente lo que más le atrae a esta tropa rosa es la usurpación de la soberanía popular, del poder constituyente del soberano, para a espaldas del pueblo escribir una nueva Constitución, en la que castristas y disidentes entierren el pasado.
O sea borrón y cuenta nueva, el que se murió se jodió, no importa si se murió de hambre, o preso injustamente, o por una golpiza brutal, o fusilado; es decir, la justicia al carajo.
No obstante, pese al pugilato de Adolfo Suárez, artífice de la Transición Española, quien estuvo tentando a los Castros para hacer ese esperpento de transición en Cuba y a los desvaríos de la oposición rosa cubana, ninguno de ellos –tampoco Montaner– pudo avizorar en el futuro el desastre de país en que se convertiría España.
La miopía política de la oposición rosa es tan grande, que solo veían la desaparición del Castro mayor como el momento para el dislate transicional, se les olvidó que la continuidad la garantizaba su hermano general y la ascensión al trono partidista de Díaz-Canel. Algo parecido a lo que Franco hizo con el General Carrera Blanco y con el rey Juan Carlos.
Por tanto, abran bien ojos y oídos, porque si no lo entendemos volverán a colarnos otro gol, por decirlo de manera elegante, porque la hijoputada y la mariconancia no tienen límites.
Información Adicional
[1] YouTube – Documental «Frente a la gran mentira»
Estrenado el 10 de mayo de 2020 Hoy, día 10 de mayo se estrena el largometraje documental “Frente a la gran mentira”, dirigido, financiado y producido por Atanasio Noriega, Presidente del MCRC, que recoge y que sintetiza las ideas de uno de los más prestigiosos juristas de todos los tiempos, y el más destacado pensador político de la historia de España: Antonio García-Trevijano Forte.
Hasta ahora, su pensamiento, erudición y conocimiento, (que lo sitúa a la altura de otros como Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes o Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu) de este jurista y abogado granadino, había sido desconocido y desconsiderado en los centros. académicos y de enseñanza españoles, y esto es el motivo de la elaboración de un documental, que trata de dar a conocer su figura, su acción pública, y especialmente su pensamiento y su obra de teoría política, filosófica y estética.
A lo largo de las casi dos horas del montaje audiovisual, se denuncian y se explican toda una serie de cuestiones, hasta ahora desconocidas para la gran mayoría de personas, y que suponen por lo tanto una verdadera revolución en el pensamiento y el conocimiento a nivel. internacional. Los principios científicos que fundamentan la exposición, y el hecho de que supongan un cambio paradigmático en la propia ciencia política, hacen de este documento un elemento único y de necesaria y obligada observación.
Acontecimientos históricos en España, que comienzan en la conocida como “transición española” y que continúan con el golpe de Estado del 23F de 1981, preceden al desarrollo y explicación de una serie de fundamentos que permiten comprender, de forma fácil, conceptos más complejos de la política, y que, hasta ahora, habían sido ajenos al conocimiento de un público amplio.
El documental “Frente a la gran mentira” propone, a la consideración del espectador, asuntos que van a cuestionar, durante el desarrollo del metraje, todo aquello en lo que hasta ahora había creído, y que constituía en él, una forma de fe. y de creencias equivocadas que conducían sus acciones. Aspectos que, por lo tanto, suponen una verdadera herejía y que rompen de forma sorprendente con todo lo establecido. Ante todo, “Frente a la gran mentira” es una apología de la libertad antropológica, de la libertad fundamental, que se distancia de cualquier consideración utópica del término.
El sitio web oficial del documental, donde pueden encontrarse más detalles y ver la propia película o descargarla, es https://www.falgm.com.
[2] Cuba Encuentro – La Transición Española y el Caso Cubano – Parte I – Parte II – Parte III – Parte IV
[3] Electo.org (CATO) – Adolfo Suárez y Cuba
[4] La Razón Comunista – 16.3- Geopolítica en tiempos de Franco II: Relaciones bilaterales entre España y Cuba
[5 YouTube – The Communist Cuban Regime’s Disregard for Human Rights
U.S. Congress Hearing
Wed, Dec 11, 2024 – 2:00 PM
Rayburn House Office Building
Capitol Hill, Washington, D.C.
US House of Representatives
Committee on Foreign Affairs
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