El discurso de despedida de Washington es una carta escrita por el presidente estadounidense George Washington como despedida a «amigos y conciudadanos» después de 20 años de servicio público en los Estados Unidos. Lo escribió cerca del final de su segundo mandato presidencial antes de retirarse a su casa en Mount Vernon en Virginia.
La carta se publicó por primera vez como El discurso del general Washington al pueblo de Estados Unidos sobre su declive de la presidencia de los Estados Unidos en el American Daily Advertiser de Claypoole el 19 de septiembre de 1796, unas diez semanas antes de que los electores presidenciales emitieran sus votos en el 1796 elección. Es una declaración clásica del republicanismo, que advierte a los estadounidenses de los peligros políticos que deben evitar si quieren permanecer fieles a sus valores. Casi de inmediato se reimprimió en periódicos de todo el país y luego en forma de folleto.
El primer borrador fue preparado originalmente por James Madison en junio de 1792, cuando Washington contemplaba retirarse al final de su primer mandato. Sin embargo, lo dejó de lado y se postuló para un segundo mandato debido a las acaloradas disputas entre el secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, y el secretario de Estado, Thomas Jefferson, que convencieron a Washington de que las crecientes tensiones destrozarían al país sin su liderazgo. Esto incluyó el estado de los asuntos exteriores y las divisiones entre los partidos federalista y republicano-demócrata recién formados.
DISCURSO DE DESPEDIDA
DE GEORGE WASHINGTON
Al pueblo de los Estados Unidos de América
Nunca me parece más a propósito manifestaros la resolución que he tomado de separarme del cargo, que ocupo, que en estas circunstancias, en que se acerca el tiempo de elegir un ciudadano que administre el Poder Executivo de los Estados-Unidos, y en el que debéis fijar vuestras ideas, para designar la persona que se haya de revestir con una comisión tan importante; así se expresará distintamente el voto público, y no se me contará en el número de los que hayan de ser elegidos.
Os suplico al mismo tiempo que me hagáis la justicia de creer que no he tomado esta resolución sin haber tenido presente todas las resoluciones que corresponden a la relación que une a un ciudadano obediente a su patria, y que mi determinación de retirarme no es, ni disminución de celo por vuestro interés futuro, ni falta del más agradecido respeto a vuestra pasada bondad, sino un efecto del pleno conocimiento en que estoy de que este paso no es incompatible con aquellos objetos.
El haber aceptado y continuado hasta ahora en el cargo, a que dos veces me llamasteis por vuestros votos, ha sido un sacrificio uniforme de mi gusto al convencimiento en que estoy de la obligación que tengo respecto de la sociedad y de mi deferencia a lo que parecía que deseabais. Esperaba constantemente volver al retiro de que salí con repugnancia y que podría haberlo hecho más pronto, sin perjuicio de los motivos de no poder desatender. La fuerza de mi inclinación a retirarme me estimuló a prepararme para dirigiros un manifiesto antes de la última elección, declarándoos mi deseo; pero reflexionando con madurez acerca del estado de los negocios con las naciones extranjeras, que era tan perplejo y crítico, y cediendo al parecer unánime de las personas de mi confianza, abandoné la idea.
Me complazco con que el actual estado de vuestras relaciones, así interiores, como exteriores, no hacen incompatible el que siga mi inclinación ni con el conocimiento que tengo de la obligación de servir, ni con el decoro: y estoy persuadido de que en las presentes circunstancias de vuestra patria, no desaprobareis mi determinación de retirarme, sin embargo del afecto que me dispensáis por mis servicios.
Cuando por primera vez me determiné a desempeñar el arduo cargo, os manifesté con oportunidad mis ideas: os diré solamente en desempeño de esta obligación que he contribuido con buenas intenciones a la organización, y administración del gobierno, y que he hecho los mejores esfuerzos, según es permitido a una corta capacidad, sin ignorar desde el principio la inferioridad de mi talento, más la experiencia propia, y aun más la de otros, ha aumentado los motivos de desconfiar de mí mismo; y creciendo cada vez más el peso de mis años, me avisa, sin cesar, que la sombra del retiro me es tan necesaria como me será agradable. Satisfecho de que, si mis servicios han tenido algún valor, solo ha procedido de las circunstancias, tengo el consuelo de creer que si la elección y la prudencia me llaman a separarme de la escena política, el patriotismo no me lo prohíbe.
Mirando hacia el momento que va a terminar la carrera de mi vida pública, no me es posible dejar de manifestar el reconocimiento en que estoy a mi amada patria por los muchos honores que me ha dispensado, aun mas por la firme confianza con que me ha sostenido, y por las proporciones que me ha presentado, de hacer ver mi inviolable afecto con servicios fieles, y constantes, aunque en utilidad muy desiguales a mi celo. Si han resultado a nuestra patria beneficios de estos servicios, que se recuerden siempre para gloria vuestra, y se conserven como un ejemplo instructivo en nuestros anales; porque en circunstancias, en que las pasiones agitadas de todos modos estaban sujetas a descaminarse en medio de apariencias algunas veces dudosas, de las vicisitudes de la fortuna que desalientan, en situaciones en que no pocas veces la falta de buenos resultados ha favorecido el espíritu de crítica, la constancia en sosteneros ha sido el apoyo esencial de los esfuerzos, y la garantía de los planes por donde se efectuaron. Penetrado íntimamente de esta idea la llevaré hasta el sepulcro como un estímulo poderoso para pedir incesantemente a los cielos os continúe su beneficencia; que vuestra unión, y afecto fraternal sea perpetuo; que la constitución libre, trabajo vuestro, se mantenga sagradamente; que su administración en todos sus ramos se señale por la sabiduría, y la virtud; que por último la felicidad del pueblo de estos Estados, bajo los auspicios de la libertad, sea completa por una conservación cuidadosa, y un uso tan prudente de estos favores del Todo-poderoso que adquieran la gloría de obtener el aplauso, afecto, y adopción de toda nación, que aun no la conoce.
Aquí, tal vez, debía yo dejar de hablaros; pero mi anhelo por vuestra felicidad, que no concluirá sino con mi vida, y el temor del peligro, natural al mismo, me impelen en esta ocasión a ofrecer a vuestra contemplación, y recomendar a vuestra meditación algunas ideas, que son el resultado de mucha reflexión, de no poca observación, y que me parecen de toda importancia, para que mirados como una nación, según lo estáis, permanezca vuestra felicidad. Os la ofreceré con tanta más libertad, cuanto que en ellas solo veréis las advertencias de un amigo, que se despide, y que no puede tener un interés personal en aconsejaros mal; animándome a ello la indulgencia con que en otra ocasión semejante recibisteis mis ideas.
Está tan íntimamente unido a vuestros corazones el amor de la libertad, que no creo necesario recomendároslo, ni para que os afirméis, ni os confirméis más en él.
También os es apreciable en el día la unidad de gobierno que os constituye una nación; y a la verdad justamente la apreciáis; pues es la columna principal del edificio de vuestra verdadera independencia, el apoyo de vuestra tranquilidad interior, de vuestra paz exterior, de vuestra seguridad, de vuestra prosperidad, y de esa misma libertad, que tanto amáis. Pero como es fácil prever, que por diferentes motivos, y diversos puntos se trabaje con mucho empeño, y se empleen muchos artificios para debilitar, en vuestro concepto, el convencimiento de esta verdad; siendo este el punto de vuestro baluarte político contra el cual se han de dirigir con más constancia y actividad las baterías de los enemigos interiores y exteriores (aunque muchas veces oculta é insidiosamente) es de suma importancia, que sepáis bien cuanto interesa vuestra unión nacional a vuestra felicidad general y particular; que fomentéis un afecto cordial, habitual, e invariable hacia ella, acostumbrándoos a pensar, y hablar de la unión como de la égida de vuestra seguridad y prosperidad política, velando en su conservación con un celo eficaz; rechazando cuanto pueda excitar aun la más mínima sospecha de que en algún caso puede abandonarse; y mirando con indignación las primeras insinuaciones de cualquier tentativa, que se hiciere para separar una parte del país de las demás o para debilitar los lazos sagrados que actualmente las unen.
Para observar esta conducta tenéis todas las razones de simpatía e interés. Ciudadanos por nacimiento o por elección de una patria común, tiene esta el derecho de que todos vuestros afectos se concentren en ella. El nombre de americano, que os pertenece en vuestro estado nacional, siempre debe excitar un justo orgullo patriótico, más que cualquier otro nombre, que derive de los lugares en que habéis nacido. Con poca variación vuestra religión, vuestras costumbres, y vuestros principios políticos son unos mismos. Juntos habéis peleado, y triunfado en una causa común: la independencia, y la libertad que poséis, es la obra de vuestros consejos, de vuestros esfuerzos, de los peligros, de los sufrimientos, y de las ventajas comunes, que en unión habéis conseguido.
Mas estas consideraciones, que tan poderosamente deben obrar en vosotros, son infinitamente de menor gravedad, que las que tocan con más inmediación a vuestro interés; aquí cada porción del país encuentra motivos los más imperiosos para conservar, y mantener cuidadosamente la unión del todo.
Comunicándose los países septentrionales con los meridionales, sin restricción alguna, y bajo la protección de leyes iguales de un gobierno común, hallan aquellos en las producciones de estos mayores recursos para empresas marítimas y mercantiles, y materiales preciosos para su industria. Estos beneficiados por esta misma comunicación con aquellos, ven aumentar su agricultura, y extender su comercio, ocupando en parte en sus propios canales los marineros septentrionales. Vigoriza su navegación particular, y mientras contribuye por diversos modos a alimentar, y aumentar la masa general de la navegación nacional, aspira a la protección de una fuerza marítima, que no podían conseguir por sí mismos: estando en igual comunicación los países orientales con los occidentales hallan ya el adelantamiento progresivo de la comunicación interior, tanto por agua como por tierra, y hallarán después, cada día, mas salida para los artículos mercantiles, que vienen del extranjero, o los que presenten nuestras fábricas. El poniente recibe del naciente renglones necesarios a su incremento y comodidad, y, lo que acaso es de mayor importancia, deberá necesariamente la seguridad de la extracción indispensable de sus productos al peso, influjo y fuerza futura marítima de la parte Atlántica de la unión, dirigida por una comunidad indisoluble de intereses, según corresponde a una nación. De cualquier otro modo, que posea esta ventaja la parte occidental, ya sea por su propia fuerza separada, ya sea por una conexión apóstata, y desnaturalizada con alguna potencia extranjera, será intrínsecamente precaria.
Mientras, pues, cada parte de nuestro territorio encuentra de este modo un interés inmediato y particular en la unión, todas sus partes combinadas no pueden dejar de hallar en la masa reunida de medios y esfuerzos, mayores recursos, mayor seguridad, en proporción contra los peligros exteriores, una interrupción menos frecuente de su tranquilidad por las naciones extranjeras, y lo que es de mayor valor, la unión les libertará de las disensiones domésticas que afligen con tanta frecuencia a los países vecinos que no están unidos bajo un mismo gobierno; disensiones que su propia rivalidad bastaría para excitar y que las alianzas extranjeras opuestas, las amistades e intrigas, las fomentarán y aun las harían más amargas. Así se evitará también la necesidad de mantener establecimientos militares crecidos, que bajo cualesquiera gobierno que sea, son perjudiciales a la libertad, y deben mirarse particularmente como enemigos de la libertad republicana: en este sentido debéis mirar vuestra unión como el apoyo principal de vuestra libertad y el amor de ésta os debe hacer más interesante la conservación de aquélla.
Estas consideraciones convencen a todo individuo que piense y sea virtuoso, y demuestran que la continuación de la unión merece ser el objeto primario del deseo patriótico. ¿Dudáis acaso que un gobierno común sea capaz de abrazar un círculo tan dilatado? Que lo resuelva la experiencia. Sería delito oír sólo la especulación para decidir. Debemos esperar que una organización adecuada del todo, con las operaciones auxiliares de los gobiernos para las respectivas subdivisiones, nos dará un feliz resultado de la experiencia. Este asunto merece que ella sea completa y exacta, habiendo unos motivos tan poderosos y obvios, que influyen en todas partes del país en favor de la unión; y se debe desconfiar del patriotismo de aquellos que intentan debilitar sus lazos, mientras la experiencia no haya demostrado que es impracticable.
Reflexionando sobre las causas que pudiesen perturbar nuestra unión, se presenta como un objeto importante, que hubiese habido algún fundamento para caracterizar a los distritos por medio de distinciones geográficas, a saber: septentrional y meridional, atlántica y occidental; por las que algunos hombres mal intencionados pueden intentar persuadir que existe una diferencia verdadera de intereses y de miras. Uno de los medios de que se valen los facciosos para adquirir influjo en los distritos particulares, es el de desfigurar las opiniones y miras de los otros. No podéis cautelaros bastante contra los celos e incomodidades que nacen de estos manejos; ellos se dirigen a separar los afectos de los que debían estar unidos como hermanos. Los habitantes de nuestro país occidental han recibido últimamente una lección útil sobre sí mismos en esta materia: han visto en la negociación hecha por el Gobierno Ejecutivo, en la ratificación unánime del Senado del tratado con España, y en la satisfacción universal que este suceso ha producido en todos los Estados Unidos, una prueba decisiva de lo infundadas que eran las sospechas que se propagaban entre ellos, de que la política del gobierno general y de los estados atlánticos era opuesta a sus intereses con respecto al Misisipí: han sido testigos de los dos tratados con Inglaterra y España que les aseguran cuanto pueden desear sobre la confirmación de su prosperidad respecto a nuestras relaciones exteriores; ¿no será sabiduría reposar sobre la unión, para conservar las ventajas que por su medio se consiguen? ¿No se dejará oír a esos consejeros, si es que existen, que intentan separarlos de sus hermanos y unirlos con los extranjeros?
Es indispensable un gobierno general, para que vuestra unión sea permanente y eficaz; las alianzas entre las partes, por ligadas que sean, no la pueden reemplazar; porque inevitablemente experimentarían las infracciones e interrupciones que han experimentado en todos tiempos. Conociendo esta verdad importante, habéis mejorado vuestro primer ensayo, adoptando una constitución de gobierno más adecuada a la unión íntima, y a la administración eficaz de vuestros negocios comunes. Este gobierno, fruto de vuestra libre elección, adoptado después de una investigación completa y madura deliberación, enteramente libre de sus principios, en la distribución de sus facultades, que une la seguridad con la energía y contiene en sí mismo arbitrios para mejorarse, tiene derecho a que confiéis en él y a que lo sostengáis. Respetar su autoridad, cumplir sus leyes, conformarse con sus medidas, son obligaciones que prescriben las máximas fundamentales de la verdadera libertad. La base de nuestro sistema político es el derecho del pueblo, para hacer o alterar sus Constituciones de gobierno; pero la Constitución, que alguna vez exista, mientras que no cambiase por un acto auténtico y explícito de todo el pueblo, obliga a todos por los derechos más sagrados. La misma idea del poder y del derecho del pueblo a establecer un gobierno supone también la obligación que tiene cada individuo de obedecer al gobierno establecido.
Todo obstáculo a la ejecución de las leyes, toda combinación y asociación, sea cualesquiera el carácter que revista, si tiene por objeto el dirigir, contener, intimidar u oponerse a las deliberaciones y acciones arregladas de las autoridades constituidas, es destructivo de este principio fundamental y de resultados muy peligrosos. Tales medios sólo sirven para organizar facciones y darles más fuerza artificial y extraordinaria, para sustituir a la voluntad de la nación, la voluntad de un partido y, muchas veces, de una parte de la comunidad muy pequeña, pero artificiosa y emprendedora, y para, según los triunfos alternados de los diferentes partidos, hacer que la administración pública sea el espejo de los proyectos desconcertados y monstruosos de las facciones, en lugar de ser el órgano de planes consecuentes y saludables, dirigidos por los consejos comunes y modificados por los mutuos intereses.
Sin embargo de que esas combinaciones y asociaciones puedan servir, de cuando en cuando, para los fines populares, están expuestas a que el tiempo y las circunstancias las conviertan en instrumentos poderosos, que sirvan a hombres ambiciosos, astutos e inmorales para destruir el poder del pueblo y usurpar la autoridad del gobierno y luego acabar con los medios que los elevan a su injusta dominación.
Para que se conserve vuestro gobierno y que vuestra felicidad actual sea duradera, no sólo es necesario que desaprobéis toda oposición irregular a su legítima autoridad, sino también que resistáis con cuidado toda innovación de sus principios, sea cualquiera el pretexto con que se intentase. Uno de los modos de asaltar al gobierno podrá ser alterar las formas de la constitución con pequeñas mutaciones que debiliten la energía del sistema, minando así lo que directamente no se podría derribar. Siempre que se os proponga alguna innovación, tened presente que el tiempo y la costumbre son tan necesarios para fijar el carácter verdadero de los gobiernos como el de las demás instituciones humanas: que la experiencia es la piedra de toque para probar la verdadera dirección del gobierno que existe en un país; que la facilidad en hacer mutaciones, fiándose del crédito de una opinión o hipótesis, expone a variaciones perpetuas; porque las opiniones o hipótesis varían sin fin y acordaos, con especialidad, que en un país tan dilatado, como es el nuestro, es indispensable para la dirección eficaz de vuestro interés común que el gobierno tenga todo el vigor que sea compatible con la perfecta seguridad de la libertad. La libertad misma hallará su guardia más segura en un gobierno semejante, en que los poderes están bien distribuidos y arreglados. La libertad es poco más que una sombra, cuando el gobierno es demasiado débil para resistir a las empresas de las facciones, para contener a cada individuo de la sociedad dentro de los límites que les prescriben las leyes, y para conservar a todos el goce pacífico de los derechos personales y de propiedad.
Ya os he manifestado el peligro de los partidos en el Estado, especialmente con referencia a aquellos que se fundan en distinciones geográficas. Trataré ahora con más extensión cómo debéis precaveros del modo más completo contra los efectos mortales del espíritu de partido en general.
Por desgracia este espíritu es inseparable de nuestra naturaleza, pues tiene sus raíces en las pasiones más fuertes del corazón humano. En todos los gobiernos existe bajo diversas formas, más o menos sofocado, contenido o reprimido; pero en los populares se descubren en toda su extensión y es a la verdad su peor enemigo.
La alternativa de la dominación de las facciones entre sí, agitada por el espíritu de venganza, propio de las disensiones de partido que en diferentes siglos y en diversos países ha cometido los excesos más horrorosos, es en sí despotismo espantoso. Pero este conduce, al fin, a otro despotismo más formal y permanente. Los desórdenes y miserias que resultan, disponen por grados al espíritu a buscar la seguridad y el descanso en el poder absoluto de un individuo; y tarde o temprano, el jefe de alguna pasión dominante, más hábil o más feliz que sus rivales, aprovecha esta disposición para elevarse sobre las ruinas de la libertad pública.
Sin contraer la atención a un extremo de esta naturaleza, que, sin embargo, nunca debe perderse totalmente de vista, los males comunes y continuados que traen consigo el espíritu de partido, son bastantes para que un pueblo sabio tenga interés y mire como una obligación el desaprobarlo y contenerlo.
El espíritu de partido trabaja constantemente en confundir los consejos públicos y debilitar la administración pública. Agita a la comunidad con celos infundados y alarmas falsas; excita la animosidad de unos contra otros y da motivos para los tumultos e insurrecciones. Abre el camino a la corrupción y al influjo extranjero, que hallan fácilmente su entrada hasta el mismo gobierno por los canales de las pasiones de los facciosos. Así es que la política y la voluntad de un país se ven sujetas a la política y a la voluntad de otros.
Muchos opinan que partidos en los países libres son frenos útiles al gobierno y conservan el espíritu de libertad; esto probablemente es verdad, hasta cierto punto; y en los gobiernos monárquicos el patriotismo puede mirar al espíritu de partido, sino con favor, al menos con indulgencia.
Pero en los de carácter popular, en gobiernos puramente electivos, es un espíritu que no debe fomentarse: por la disposición natural de los gobiernos populares nunca faltará bastante espíritu de partido para todo efecto saludable. Y como siempre hay peligro de que traspase sus límites, debe ponerse empeño en disminuirlo y mitigarlo por la fuerza de la opinión pública; el espíritu de partido nunca debe apagarse; pero siempre debe haber una vigilancia continuada para que no devore con sus llamas, en lugar de calentar.
Es igualmente importante que el hábito de pensar inspire, en un país libre, a los encargados de la administración, la cautela de contenerse en los límites respectivos que les prefija la constitución, evitando en el ejercicio de los poderes que un departamento usurpe las funciones de otro. Este espíritu de usurpación dispone a reconcentrar los poderes de todos en uno solo, y forma un verdadero despotismo, sea cual fuese la forma de gobierno. Para convencernos de la verdad de esta proposición, basta hacer una justa evaluación del amor, del poder y de la disposición que tiene el corazón humano para abusar de él. Está demostrado por la experiencia, tanto de los tiempos pasados como de los nuestros y aún en nuestro mismo país y a nuestra propia vista, la necesidad de sujetar recíprocamente el ejercicio del poder político, dividirlo y distribuirlo en diferentes depositarios, y que cada uno constituya el protector del bien público contra las invasiones de los demás. Luego es tan importante su conservación como su institución. Si en el concepto del pueblo se encuentra viciosa la distribución o modificación de los poderes constitucionales, dejad que se corrija por el modo que la constitución designa. Jamás debe hacerse una mutación por medio de la usurpación, pues aunque en algunos casos puede ser el instrumento del bien, es indudable que ella es el arma con que se suele destruir a los gobiernos. Siempre prepondera el mal permanente que produce su ejemplo, sobre cualquiera beneficio parcial o pasajero, que resultase de su uso.
La religión y la moral son apoyos indispensables de todas las disposiciones y hábitos que conducen a la prosperidad pública. En vano reclamaría el título de patriota el que intentase derribar estas grandes columnas de la felicidad humana, estos apoyos firmísimos del deber del hombre y del ciudadano. Tanto el mero político como el devoto deben respetarlos y amarlos. No bastaría un tomo entero para indicar todas las conexiones que tienen con la felicidad pública y privada. Preguntaré yo únicamente ¿dónde se encontraría la seguridad de los bienes, de la reputación y de la vida, si no se creyese que eran una obligación religiosa los juramentos que en los tribunales de justicia son los instrumentos para investigar la verdad? Debíamos lisonjearnos con cautela de la suposición, de que la moralidad puede sostenerse sin la religión. Por mucho que se conceda al influjo de una educación refinada en los espíritus de un temple peculiar, la razón y la experiencia nos prohíben esperar que la moralidad nacional pueda existir excluyendo los principios de religión.
Es una verdad, que la virtud o moralidad es un resorte necesario del gobierno popular. Esta regla se extiende ciertamente con más o menos fuerza a toda clase de gobierno libre. Siendo amigo verdadero de éste, ¿cómo se podrá ver con indiferencia las tentativas que se hagan para minar las bases de su establecimiento?
Promoved, pues, como un objeto de la mayor importancia las instituciones para que se difundan los conocimientos. Es esencial que la opinión pública se ilustre en proporción de la fuerza que adquiere por la forma del gobierno.
Sostened el crédito público como manantial importante de la fuerza y de la seguridad. Uno de los medios para conservarlo es hacer uso de él con la mayor parsimonia posible, cultivando la paz para cultivar las ocasiones de gastos sin olvidar al mismo tiempo, que los desembolsos hechos oportunamente, para esperar el peligro, ahorran muchas veces otros mayores para repelerlo; evitando también que se acumulen deudas, no sólo huyendo de las ocasiones de gastar, sino haciendo esfuerzos vigorosos en tiempos de paz para pagar las deudas que hayan ocasionado las guerras inevitables, y no cargar a la posteridad, de un modo poco generoso, con un peso que nosotros debemos soportar. La ejecución de estas máximas corresponde a vuestros representantes; pero debe cooperar a ella la opinión pública. Para que puedan éstos cumplir con sus obligaciones con más facilidad es indispensable que tengáis presente siempre que para pagar deudas se necesitan rentas, que para tener éstas son necesarios impuestos; que no hay impuesto que no sea más o menos incómodo o desagradable; que la dificultad intrínseca que acompaña la elección de los objetos que se han de gravar (elección siempre difícil), debe servir de un motivo decisivo para juzgar con prudencia de las intenciones del gobierno que la hace, e igualmente para reposar en ella y soportar los medios que las necesidades públicas pueden exigir en cualquier tiempo, a fin de obtener rentas para atenderlas.
Observar con todas las naciones buena fe y justicia; cultivar la paz y la armonía con todas es la conducta que ordena la religión y la moral; ¿y sería posible, que no la ordenase igualmente la buena política? Será digno de una nación libre e ilustrada, y que no está muy distante de la época en que será grande, dar al género humano el ejemplo magnánimo y demasiado nuevo, de un pueblo constantemente guiado por la justicia y benevolencia más elevadas. ¿Quién puede dudar de que, con el curso del tiempo y las cosas, no compensasen los frutos de un plan semejante los perjuicios pasajeros, que resultasen de su adopción? ¿Será posible que la providencia no haya vinculado la felicidad permanente de una nación a su virtud? Los sentimientos que ennoblecen la naturaleza humana, aconsejan al menos, que haga la experiencia. ¡Ah! ¿La harán tal vez nuestros vicios impracticable?
Nada sería tan esencial para la ejecución de semejante plan como cultivar unos sentimientos justos y amigables hacia todas las naciones excluyendo las antipatías inveteradas y permanentes contra unas, y las pasiones ciegas en favor de otras. La nación que quiere o que aborrece habitualmente a otra, es en algún modo esclava. Es esclava de su odio o de su afecto, y basta cualquiera de ellos para desviarla de su obligación de su interés. La antipatía entre dos naciones la dispone con mayor facilidad a insultar y agraviar, a ofender por causas de poca entidad, y a ser altivas e intratables cuando sobreviene algún motivo accidental y frívolo de disputa. De aquí resultan choques frecuentes y guerras obstinadas, envenenadas y sangrientas. Una nación dominada por el odio o resentimiento, obliga a la vez al gobierno a entrar en una guerra opuesta a los mejores cálculos de la política. El gobierno participa unas veces de esta propensión nacional, y adopta por la pasión lo que la razón repugnaría; otras veces instigado por el orgullo, la ambición u otros motivos siniestros y perniciosos hace servir la animosidad nacional a los proyectos hostiles. Por esta causa muchas veces la paz de las naciones se ha sacrificado, y acaso también, en algunas ocasiones su libertad.
La pasión excesiva de una nación a otra produce una variedad de males. El afecto a la nación favorita facilita la ilusión de un interés común imaginario donde verdaderamente no existe, e infunde en la una las enemistades de la otra y la hace entrar en sus guerras sin justicia ni motivo. Impele, también, a conceder a la nación favorita privilegios que se niegan a otras, lo cual es capaz de perjudicar de dos modos a la nación, que hace las concesiones, a saber, desprendiéndose sin necesidad de los que debe conservar y excitando celos, mala voluntad y disposición de vengarse en aquellas a quienes rehúsa este privilegio. Da también a los ciudadanos ambiciosos, corrompidos o engañados (que se ponen a la devoción de la nación favorita), la facilidad de entregar o sacrificar los intereses de su patria sin odio y aún algunas veces con popularidad, dorando una condescendencia baja o ridícula de ambición, corrupción o infatuación con las apariencias de un sentimiento virtuoso de obligación de un respeto recomendable a la opinión pública o un celo laudable por el bien general.
Tales pasiones son temibles particularmente al patriota ilustrado e independiente, que ve en ellas innumerables entradas al influjo extranjero. ¡Cuántos medios no proporcionan para mezclarse entre las facciones domésticas, para ejercitar las artes de la seducción, para desviar la opinión pública y para influir y dominar los consejos! Un afecto de esta clase de una nación pequeña, o débil, a otra grande y poderosa irremediablemente la constituye su satélite.
Conciudadanos míos: suplícoos que me creáis; la vigilancia de una nación libre debe estar siempre despierta contra las artes insidiosas del influjo extranjero, pues la historia y la experiencia prueban que éste es uno de los enemigos más mortales del gobierno republicano. Mas esta vigilancia debe ser imparcial para que sea útil, pues de otro modo viene a ser el instrumento de aquel mismo influjo que intenta evitar. El afecto excesivo a una nación, así como el odio excesivo contra otra, no dejan ver el peligro sino por un lado a los que predominan, y sirven de capa y aun ayudan a las artes del influjo de una u otra. Los verdaderos patriotas que resisten las intrigas de la nación favorita están expuestos a hacerse sospechosos y odiosos, mientras sus instrumentos y aquellos a quienes alucinan, usurpan el aplauso y confianza del pueblo cuando venden sus intereses.
La gran regla de nuestra conducta respecto a las naciones extranjeras debe reducirse a tener con ellas la menor conexión política que sea posible, mientras extendemos nuestras relaciones mercantiles. Que los tratos, que hemos hecho hasta ahora, se cumplan con la buena fe más perfecta. Aquí debemos parar.
La Europa tiene un número de intereses primarios que no tienen relación alguna con nosotros, o si las tienen es muy remota. De aquí resulta, que debe hallarse envuelta en disputas frecuentes, que son esencialmente ajenas a nuestros negocios. Sería, por consiguiente, una imprudencia que nos implicásemos, sin tener un interés, en las vicisitudes comunes de su política, o en las combinaciones y choques de sus amistades o enemistades.
Nuestra localidad nos convida y pone en estado de tomar un rumbo diferente. No está distante la época en que podamos vengar los ataques anteriores, si permanecemos bajo un gobierno activo, en que podamos tomar una actitud que haga respetar escrupulosamente la neutralidad a que nos hubiésemos determinado; en que las potencias beligerantes, imposibilitadas de hacer conquistas sobre nosotros, no se arriesgarán con ligereza a provocarnos; en que podamos elegir la guerra o la paz, según lo aconsejara nuestro interés dirigido por la justicia.
¿Por qué hemos de perder las ventajas que nos da nuestra peculiar situación en el globo? ¿Por qué hemos de abandonar nuestra posición, para permanecer en un terreno extranjero? ¿Por qué hemos de enredar nuestra paz y prosperidad en las redes de la ambición, de la rivalidad, del interés y del capricho europeo, entrelazando nuestros destinos con los de cualquiera parte de Europa? Nuestra verdadera política es huir de tener alianzas permanentes con cualesquiera parte del mundo extranjero; en cuanto, según entiendo, nos es libre el hacerlo actualmente, sin que se crea por esto que yo sea capaz de patrocinar la infidelidad a los tratados existentes. Para mi concepto, la máxima es que con rectitud respetable para nuestra defensa, con establecimientos adecuados a ella, podremos descansar con seguridad en alianzas momentáneas para cualquier apuro extraordinario.
La política, la humanidad y el interés recomiendan la armonía y comunicación liberal de todas las naciones. Pero también nuestra política mercantil debe apoyarse en la igualdad e imparcialidad, sin solicitar ni conceder gracias exclusivas ni preferencias: consultando el orden natural de las cosas, difundiendo y diversificando por medios suaves los manantiales del comercio, sin forzar cosa alguna; estableciendo para dar al comercio una dirección estable, definir los derechos de nuestros comerciantes y proporcionar al gobierno los medios de sostenerlos, reglas convencionales de comunicación, las mejores, que permitan las actuales circunstancias y la opinión mutua, pero momentáneas y susceptibles de variarse y abandonarse según lo exigiesen las circunstancias; teniendo siempre presente, que es locura que una nación espere de otras favores desinteresados; que lo que acepte bajo este concepto será preciso que lo pague con una parte de su independencia; que admitiéndolos se ponen en precisión de corresponder con valores reales por favores nominales, y aun a que se les trate de ingratos porque no dan más. No puede haber error mayor que esperar o contar con favores verdaderos de nación a nación. Es una ilusión que la experiencia debe curar, que un justo orgullo debe arrojar.
Cuando os ofrezco, paisanos míos, estos consejos de un viejo y apasionado amigo, no me atrevo a esperar que hagan una impresión tan duradera como quisiera, ni que contengan el curso común de las pasiones o impidan que nuestra nación experimente el destino que han tenido hasta aquí las demás naciones; pero si puedo solamente lisonjearme que produzcan alguna utilidad parcial, algún bien momentáneo, que alguna vez contribuyan a moderar la furia del espíritu de partido, a cautelaros contra los males de la intriga extranjera y preservaras de las imposturas del patriotismo fingido; esta esperanza compensará suficientemente mi anhelo por vuestra felicidad, único móvil que me ha estimulado a dictarlos.
Los archivos públicos y otras pruebas de mi conducta os manifestarán, y a todo el mundo, hasta qué punto me han guiado los principios que acabo de delinear en el desempeño de mis obligaciones oficiales. Por lo que a mí me toca mi conciencia me asegura que por lo menos he creído haberme dirigido por ellos.
Con respecto a la guerra, que todavía subsiste en Europa, mi proclama de 22 de abril de 1793 es el índice de mi plan. El espíritu de esta medida sancionada por vuestra aprobación y por la de vuestros representantes en ambas salas del congreso continuamente me ha gobernado, sin que haya influido cosa alguna para obligarme a abandonarlo.
Después de un maduro examen auxiliado de los mejores conocimientos que pude adquirir, me persuadí de que en todas las circunstancias del caso, nuestro país tenía derecho y estaba precisado por la obligación y el interés a tomar una posición neutral. Habiéndola tomado resolví mantenerla con moderación, constancia y firmeza.
No hay necesidad de exponer, por menor, aquí, las consideraciones relativas al derecho de guardar esta conducta. Sólo diré, que, según mi modo de entender en la materia, lejos de habérsenos negado este derecho por algunas de las potencias beligerantes, ha sido reconocido virtualmente por todas.
La obligación de tener una conducta neutral se deduce sin buscar otras razones, de la obligación que la justicia y la humanidad imponen a toda nación que se halla en libertad de determinar y de mantener inviolables las relaciones de paz y amistad con otras naciones.
Los motivos de interés que tenemos para esta conducta será mejor dejarlos a vuestra propia reflexión y experiencia. Una razón dominante para mí ha sido el ganar tiempo, a fin de que se consoliden en nuestro país sus instituciones todavía nuevas, y que progrese, sin interrupción, el grado de fuerza y consistencia necesarias para que disponga, hablando humanamente, de su propia suerte.
Aunque revisando los acontecimientos de mi administración no me acusa mi conciencia haber cometido error alguno con intención, sin embargo, reconozco demasiado mi insuficiencia para creer que probablemente habré cometido muchos yerros. Sean los que fuesen, ruego fervorosamente al Todopoderoso que se sirva apartar o mitigar los males que puedan ocasionar. Llevaré también conmigo la esperanza de que mi patria los mirará siempre con indulgencia, y que después de cuarenta y cinco años de mi vida empleados en su servicio con un celo recto, entregará al olvido las faltas de mi talento, como en breve lo deberá ser mi persona a los lugares de descanso.
Confiado en su bondad en este particular, como en todos, y movido de aquel amor fervoroso, tan natural en uno que ve en ella su país nativo, y de sus antepasados por muchas generaciones, miro con una gustosa anticipación el retiro donde me prometo realizar, sin mezcla, el dulce placer de participar, en medio de mis conciudadanos, del influjo benigno de las buenas leyes bajo un gobierno libre, objeto siempre favorito de mi corazón y la feliz recompensa, como lo espero, de nuestros cuidados, trabajos y peligros comunes.
George Washington,
Estados Unidos, 17 de septiembre de 1796.
La traducción del discurso fue hecha por Manuel Belgrano en el 1813. El Historiador - Despedida Washington al pueblo de los Estados Unidos, por Manuel Belgrano
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