Una CONSTITUCIÓN (también conocida como Carta Magna) es un contrato, un pacto social y político que establece las reglas de funcionamiento de un estado. Es decir, una Constitución integra, establece, organiza, constituye las normas que rigen a la sociedad de un país.
En el siguiente video el Dr. Miguel Carbonell explica qué es una Constitución y cómo surgieron. También explica qué es el poder Constituyente y el Poder Constituido.
A continuación un artículo escrito por el Dr. Carbonell. Este y otros artículos pueden verse en el sitio web del Dr. Carbonell aquí: https://miguelcarbonell.me/
¿Qué es una Constitución?
Autor: Miguel Carbonell (Director del Centro de Estudios Jurídicos Carbonell)
A lo largo de la historia, han sido varios los autores que se han preguntado ¿qué es y para qué sirve una Constitución? Como es de sobra conocido, se trata de cuestionamientos que han sido formulados y se han intentado contestar desde el nacimiento mismo del Estado constitucional, a finales del siglo XVIII.
Al margen de disputas conceptuales, lo cierto es que una Constitución puede ser definida y observada desde varios puntos de vista. Un texto constitucional tiene relevancia jurídica, política, histórica y social.
Desde el punto de vista jurídico, las constituciones sirven para articular los ordenamientos a los que rigen. A partir del texto constitucional se determina la validez del resto de normas jurídicas, formal y materialmente; es decir, la Constitución nos suministra un parámetro tanto de los procedimientos que se deben observar al momento de crear o modificar normas jurídicas en un determinado ordenamiento, como el contenido posible de tales normas.
Para cumplir de mejor forma con sus cometidos, los textos constitucionales deberían ser breves, de modo que dejen suficiente margen de interpretación y de decisión al legislador ordinario, que es el órgano indicado para ir dándole orientación política concreta a las decisiones que se deben tomar cotidianamente en las sedes parlamentarias. Las constituciones largas muchas veces añaden a su texto cuestiones superficiales, innecesarias en una norma que debe ocuparse de regular solamente los temas fundamentales del Estado.
La necesaria brevedad de las constituciones fue puesta de relieve desde los primeros tiempos del Estado constitucional. La había advertido perfectamente el más grande juez de la historia constitucional de los Estados Unidos, John Marshall, quien en la que ha sido juzgada como la mejor de todas sus sentencias (la del caso McCulloch versus Maryland de 1819), sostuvo lo siguiente:
Una Constitución, si detallara con exactitud todas las subdivisiones que sus grandes poderes pueden admitir, y todos los medios por los que pueden ejecutarse, sería tan prolija como un código legal y no podría ser abarcada por la mente humana. Probablemente, nunca sería entendida por la gente. Por tanto, su naturaleza requiere que únicamente se perfilen sus rasgos generales, que se designen sus grandes objetos, y que los componentes menores de estos objetos se deduzcan de la naturaleza de los propios objetos… al considerar este tema nunca debemos olvidar que lo que estamos interpretando es una Constitución.
Desde un punto de vista político la Constitución refleja la legitimidad del sistema político en el que se inserta. La legitimidad de una Constitución, y por ende del ejercicio de la política que se haga a partir de ella, proviene tanto de su órgano de creación como de sus contenidos. El poder constituyente permite al pueblo materializar su soberanía a través de la redacción de la norma suprema; un pueblo es soberano cuando puede autodeterminarse dándose un texto constitucional. La Constitución busca regular a la política, a través de su sometimiento a la lógica del derecho; se trata de construir un gobierno de las leyes, en vez del tradicional gobierno de los hombres que ha conocido la historia de la humanidad.
Para ello se señalan desde el texto constitucional las pre-condiciones del ejercicio de la política: el sistema electoral que permite a la comunidad de ciudadanos elegir a sus representantes, y el sistema parlamentario, dotado de publicidad y deliberación, entendidas como dos condiciones esenciales para poder tomar las mejores decisiones y para hacerlo de cara a los ciudadanos y no en secreto o a sus espaldas.
Desde el punto de vista histórico las constituciones surgen para terminar con la época del absolutismo monárquico. Aspiran a construir una sociedad de personas libres e iguales, como lo explica una de las “actas de nacimiento” del Estado constitucional, que es la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, expedida en Francia el 26 de agosto de 1789, la cual en su artículo 1 señala: “Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.
La constitución de nuestros días es, a la vez, pasado, presente y futuro, resultado de movimientos, revoluciones y costumbres lo mismo que aspiraciones de futuro: “Las constituciones de nuestro tiempo –nos explica Gustavo Zagrebelsky- miran al futuro teniendo firme el pasado, es decir el patrimonio de experiencia histórico-constitucional que quieren salvaguardar y enriquecer… pasado y futuro se ligan en una única línea y, como los valores del pasado orientan la búsqueda del futuro, así también las exigencias del futuro obligan a una continua puntualización del patrimonio constitucional del pasado y por tanto a una continua redefinición de los principios de la convivencia constitucional”[1].
La constitución de nuestro tiempo convive con el pasado, en ocasiones renunciando a su repetición -como lo demuestran las cláusulas de inmodificabilidad de la Constitución alemana, destinadas a decir “nunca más” a experiencias como la vivida bajo el régimen nazi-, pero se constituye sobre todo como una aspiración de futuro, es decir, como una especie de “utopía concreta” para usar el concepto recordado por Jürgen Habermas o como una “carta de navegación” si recurrimos a la imagen que propuso Carlos S. Nino.
Es la misma idea que estaba presente en los esfuerzos que a finales del siglo XVIII dieron lugar a las primeras declaraciones de derechos: detener el tiempo y establecer un ideario social, escribir un “contrato social” que rigiera las relaciones entre poderes públicos y particulares desde entonces y por toda la eternidad, o por lo menos –según la versión de algunos pensadores como Thomas Jefferson en Estados Unidos- por el tiempo que durara una generación en el poder. Esas son las dos opciones que defienden, respectivamente, James Madison y Thomas Jefferson en un famoso intercambio epistolar que toca algunos de los temas más relevantes del debate constitucional de nuestro tiempo.
Escribiendo desde París, donde era embajador de los Estados Unidos, Jefferson le dice a Madison en una misiva del 6 de septiembre de 1789 que “los vivos tienen la tierra en usufructo; y los muertos no tienen poder ni derechos sobre ella. La porción que ocupa un individuo deja de ser suya cuando él mismo ya no es, y revierte a la sociedad… ninguna sociedad puede hacer una constitución perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua. La tierra pertenece siempre a la generación viviente: pueden, por tanto, administrarla, y administrar sus frutos, como les plazca, durante su usufructo… toda constitución, y toda ley, caducan naturalmente pasados treinta y cuatro años”[2].
En respuesta a Jefferson, también por medio de una carta, Madison expresa sus dudas sobre la conveniencia de reformar con tanta frecuencia un texto constitucional o de darlo por caducado por el simple relevo generacional. Se pregunta Madison en una carta del 4 de febrero de 1790: “¿Un Gobierno reformado con tanta frecuencia no se haría demasiado mutable como para conservar en su favor los prejuicios que la antigüedad inspira y que tal vez constituyen una saludable ayuda para el más racional de los Gobiernos en la más ilustrada era? ¿No engendraría tan periódica revisión facciones perniciosas que de otra manera no podrían cobrar experiencia?”.
La supervivencia de una forma de gobierno debe hallarse, dice Madison, en la utilidad que le pueda suponer para las generaciones futuras; si dicha utilidad no existe, entonces habrá que cambiar la forma de gobierno, pero eso no es algo que se pueda predeterminar con una temporalidad acotada, como lo propone Jefferson. Sigue Madison: “Las mejoras introducidas por los muertos constituyen una carga para los vivos que sacan de ellas los correspondientes beneficios. Esta carga no se puede satisfacer de otra manera más que ejecutando la voluntad de los muertos que acompañaba a las mejoras”.
La conclusión de Madison es que una generación puede y debe obligar a las siguientes, siempre que de tales obligaciones se obtengan beneficios. Sus palabras son las siguientes: “Parece haber fundamento en la naturaleza de las cosas en orden a la relación en que está una generación con otra, en particular en cuanto al traspaso de obligaciones de una a otra. Lo exige la equidad, y de ello derivan beneficios para una y otra generación. Todo lo que es necesario en lo que hace al ajuste de las cuentas entre los muertos y los vivos es ver que las deudas deparadas a éstos no excedan de las ventajas creadas por los primeros”[3].
En el fondo de la discusión entre Madison y Jefferson late uno de los dilemas más clásicos del constitucionalismo: ¿qué tan estable o qué tan mudable debe ser una Constitución? ¿en qué casos y bajo qué circunstancias se justifica que un texto constitucional sea reformado? Si las Constituciones contienen las decisiones más importantes que puede tomar un pueblo (entre las cuales se encuentra el catálogo de derechos humanos), ¿esas decisiones deben ser consideradas eternas o deben ser cambiadas cuando haya pasado un cierto tiempo?
No se trata de cuestiones fáciles. Esa es la razón por la que el intercambio de cartas entre James Madison y Thomas Jefferson se sigue citando en muchos tratados y manuales del derecho constitucional del siglo XXI.
Ahora bien, con independencia de cuál sea el punto de vista que adoptemos respecto a la polémica entre Madison y Jefferson, lo cierto es que tiene razón Hans-Peter Schneider cuando escribe que:
La Constitución posee, más bien, el carácter de un amplio modelo, es un modelo de vida para la comunidad política orientado hacia el futuro… y, por ello, siempre tiene algo de ‘utopía concreta’. De ello resulta la orientación finalista del Derecho constitucional con respecto a determinados pensamientos orientativos, directivas y mandatos constitucionales, que reflejan esperanzas del poder constituyente y prometen una mejora de las circunstancias actuales; es decir, que van más allá de registrar solamente las relaciones de poder existentes. Tales objetivos de la Constitución son la realización de una humanidad real en la convivencia social, el respeto de la dignidad humana, el logro de la justicia social sobre la base de la solidaridad y en el marco de la igualdad y de la libertad, la creación de condiciones socioeconómicas para la libre autorrealización y emancipación humana, así como el desarrollo de una conciencia política general de responsabilidad democrática. Estos contenidos de la Constitución, la mayoría de las veces, no están presentes en la realidad, sino que siempre están pendientes de una futura configuración política… la Constitución… se produce activamente y se transforma en praxis autónomamente en virtud de la participación democrática en las decisiones estatales[4].
En esa suerte de esperanza utópica se comienza a construir la importancia social de los textos constitucionales. Aunque muchas de sus normas tienen por destinatarios principales a los órganos superiores de los poderes públicos, lo cierto es que las constituciones contienen también importantes regulaciones de la vida en sociedad, de las relaciones entre los individuos.
No son relatos dirigidos solamente al poder, sino narraciones abiertas a la sociedad, pertinentes para su desarrollo. Las constituciones, a través de los derechos fundamentales, señalan no solamente los límites a los órganos del Estado, sino también la forma en que sus habitantes deben relacionarse entre ellos.
No son reglas de actuación dirigidas solamente a las autoridades, sino normas de conducta observables y obligatorias también para cualquier persona que se encuentre en el territorio en el que rige la Constitución. Además, como lo expresa muy bien la frase transcrita de Schneider, las constituciones son una especie de “utopías concretas”, documentos que expresan lo que las sociedades quieren ser en el futuro, conteniendo de esa manera las aspiraciones generales, que pueden ir modulándose gracias a la acción del pluralismo social.
Las anteriores consideraciones nos permiten apreciar la importancia que tiene una Constitución en la compleja vida de las sociedades contemporáneas. Pero su éxito depende de que su contenido sea compartido y conocido socialmente. Y en esto tiene una gran responsabilidad la cultura jurídica, que no debe ser monopolio exclusivo de los especialistas, sino objeto de conocimiento y debate por parte de amplios sectores de la sociedad. Las constituciones deben ser conocidas, discutidas, examinadas y, en su caso, criticadas por todos sus destinatarios.
A través de esos análisis y críticas es como la población puede apropiarse de un texto constitucional, que de otra manera quedará como simple recurso estilístico y retórico de la clase política o servirá solamente para dar clases y conferencias. Una Constitución debe tomar vida a partir del uso que de ella hagan todos los sectores sociales, utilizándola como argumento en discusiones jurídicas, políticas, sociales y hasta económicas. Las constituciones deben estar arbitrando de forma permanente los conflictos sociales.
Tomar en serio el texto de la Constitución es, hoy en día, una de las mejores tareas que pueden realizarse para su defensa[5]. Si dejamos en manos del poder la exclusiva definición de los términos constitucionales, estaremos expuestos a cualquier género de abusos, de los que ofrece ejemplos en abundancia la historia constitucional de México. Como sucede con otros conceptos que tienen una carga emocional positiva, los de libertad o democracia por ejemplo, con la Constitución todos suelen identificarse. Todos dicen que su actuación es constitucional o que están haciendo cosas para mejorar la efectividad de la norma suprema.
La Constitución se convierte, en el lenguaje de nuestros políticos, es una especie de sortilegio, en un resorte legitimador, que puede poner contra la pared a quien no sepa utilizarla. Quien la sabe blandir en un enfrentamiento dialéctico termina casi siempre imponiéndose a sus rivales.
Pero desde el terreno académico debemos estar atentos a esos intentos de manipulación constitucional. La Constitución solamente puede estar al servicio de los intereses generales, no a las órdenes de las ambiciones políticas o partidistas de sujetos ubicados a lo largo y ancho del espectro ideológico, que pasarán a la historia como simples anécdotas en el camino. Desde el poder siempre se intentará influir en el sentido de las palabras de la Constitución; por eso es que su conocimiento debe ser una tarea en la que nos detengamos una y otra vez. Los significados semánticos del texto constitucional deben ser protegidos en contra de los intentos de “partidizarlos”, poniéndolos a salvo de las acechanzas que se asoman desde las sedes de algunos poderes públicos o de ciertos partidos políticos.
No se trata de emprender una cruzada en calidad de filólogos. Al defender a las palabras se defiende también a la cosa misma, se defiende a la comunidad política frente a la arrogancia del poder y se impide que la autoridad se apropie del valor compartido que la Constitución representa. Tomar las palabras de la Constitución en serio es nuestro primer deber-ser, pues sin ellas no tendremos puntos de referencia y de salvación en los que sostener nuestra incipiente democracia.
[1] Zagrebelsky, Gustavo, Historia y Constitución, traducción y prólogo de Miguel Carbonell, Madrid, Trotta, 2005, pp. 90-91.
[2] Jefferson, Thomas, Autobiografía y otros escritos, Madrid, Tecnos, 1987, pp. 517-521; una edición más reciente de los textos del autor puede verse en Jefferson, Thomas, Escritos políticos, Madrid, Tecnos, 2014 (la carta a Madison en las páginas 418-423). Una buena selección del pensamiento jeffersoniano puede encontrarse en Jefferson, Thomas, Writings, Nueva York, The Library of America, 1984 (hay reimpresiones posteriores).
[3] Todas las citas provienen de Madison, James, República y libertad, Madrid, CEPC, 2005, pp. 102-103. El mismo documento y otros del mayor interés pueden verse en Madison, James, Writings, Nueva York, The Library of America, 1999.
[4] Democracia y constitución, Madrid, CEC, 1991, p. 49.
[5] Algunas de las consideraciones que siguen están inspiradas en Flores D’Arcais, Paolo, El soberano y el disidente. La democracia tomada en serio, Madrid, Montesinos, 2006, pp. 9-12.
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