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CONFERENCIA I
Ilustrados compañeros, Os habrá causado extrañeza que para dirigirme a vosotros haya empleado este vocablo. Mas, algunos de los que me escuchan, que pueden recordarlo, y otros que se tomaren la molestia de escudriñar en el pasado, satisfaciendo un deseo de curiosidad acerca de los que, por fortuna o por desgracia, figuramos en la codirección social, encontrarán justificado que lo use, si se tiene en cuenta que en los comienzos de mi mayoridad formé parte del Claustro de Profesores de nuestro Instituto Provincial de Segunda Enseñanza. Por eso, porque me sentía aún ligado a vosotros en esa vuestra altísima misión educadora , acepté de buen grado la invitación que me hizo vuestro entusiasta y competente asesor, el Dr. Max Henríquez Ureña, a nombre de esta Institución, para explicaros el tema, por él indicado, del proceso que se siguió en nuestra Convención Constituyente y su culminación en la Carta Magna que nos rige.
Creed, sinceramente, que, al designárseme, sólo se habrá tenido en cuenta, no las condiciones de mi palabra, modesta, por ser mía; no mi preparación cultural, encerrada en lo superficial; ni la edad, bien prolongada, que en ocasiones nos sirve de escudo para algunos atrevimientos, de otra manera, imperdonables, sino única y exclusivamente mi condición de miembro de esa Convención,
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y lo que es más atendible todavía, mi carácter de Sceretario de la Comisión encargada de redactar el proyecto que había de servir de base a la discusión pública. Y a medida que me acercaba a esta casa, al penetrar en este templo de la ciencia, donde ofician los distinguidos Profesores que integran el Claustro de la Escuela Normal; al hallarme frente a vosotros, ojalá que todas estas causales concurrentes traigan a mi memoria la verdad del relato, aviven mi inteligencia, faciliten mi verbo y me permitan hacer una clara y persuasiva exposición del asunto.
Superfluo y hasta agraviante para los que me escu chen resultaría que yo me detuviese a historiar lo que vosotros de puro sabido tendréis olvidado, empleando una frase paradójica y banal, muy expresiva, por cierto. La Constitución Cubana no es la obra del acaso, del azar. Es la culminación del gigantesco propósito del pueblo cubano , tesoneramente mantenido por generaciones, de conquistar la libertad; es el premio a ingentes empeños, a torrentes de sangre derramada, a sufrimientos experimentados en cárceles y presidios, a huesos caleinados, abono de nuestras fecundas tierras; al martirio de centenares de excelsos patricios que, con su muerte, dignificaban los suplicios: al rompimiento de las pesadas cadenas que nos aprisionaban; en resumen, es el triunfo del honor, de la justicia y del derecho, conquistado por un pueblo heroico, sufrido, abnegado, resuelto.
No es, pues, de esa historia, de ese semisecular proceso de lo que debo tratar. Mi tarea es otra. Ella reclama determinados supuestos o antecedentes indispensables para poder aquilatar la labor de nuestros primeros Convencionales. Hay que recordar lo que es una Constitución, en sus aspectos, en sus modalidades, en su composición interna, en las materias que abarca, para aquilatar la obra efectuada por los Constituyentes cubanos. Puede afirmarse que todos los Estados modernos son constitucionales porque están regidos por una Constitución. Los tratadisOBSEQUE AUTGE
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tas de Derecho Político estudian el vocablo desde varios puntos de vista, y así, en el aspecto físico, generalizado, se aplica a las condiciones y leyes a que obedecen la vida y el funcionamiento de cualquier organismo. Ese concepto escapa al objetivo de la conferencia de esta noche. Debemos invadir el campo político y el histórico para encontrar en ellos, armonizándolos, los puntos básicos, fundamentales de toda moderna Carta Magna. Así nan podido definirla: Romagnossi, que » es una ley que un pueblo impone a sus gobernantes con el objeto de protegerse contra el despotismo «; y Borgeaud, a cuya opinión se adhiere Posada, que «es una ley de garantías». es decir, «garantía de la Nación contra las usurpaciones de los poderes, a los cuales ha debido confiar el ejercicio de la soberanía; garantía también de la minoría contra la omnipotencia de la mayoría; resultado que se persigue ordinariamente con la declaración de los derechos de los ciudadanos, con una determinación exacta de la organización de los poderes y de sus relaciones respectivas, y en muchos casos, con ciertas disposiciones especiales, consideradas necesarias en razón de una situación política dada.»Volviendo la vista al pasado en que quedaron perfiladas las Constituciones escritas, unas veces se presenta como un pacto entre » los Reyes y el Pueblo «. Ese concepto aparece consignado, por ejemplo, en la Constitución que Napoleón, en 1808, otorgó a España, y en la que declara que » debe ser guardada como base del pacto que une a nuestros pueblos con NOS y a NOS con nuestros pueblos «; en la que la propia Francia se dió en 1830, llamando al trono a un Orleans, y en las españolas de 1845 y de 1876, aun vigente. Otras veces aparecen como gracias otorgadas por el absolutismo al pueblo, permitiendo a éste, por medio de una representación, ingerencia en el gobierno o administración del país, así como libertades a sus súbditos, en contraste con el principio de la soberanía del pueblo, tal como la del Imperio Japonés. del año 1879,
Carta que aparece hecha por el mismo Jefe del Estado pa6 ra él y para su pueblo, resultando de su ontexto que es una concesión. Todavía se presentan otras formas surgidas por la » imposición del Pueblo al Rey «, cuando éste resistía al establecimiento del régimen constitucional, como sucedió en España, al exigirse a Fernando VII la restauración de la Constitución del año 1812. Dentro de la catalogación que venimos relatando figuran, además, las elaboradas por una asamblea popular denominada «Convención Constituyente «, como la primera de Cuba, objeto de esta conferencia, llamada así por la suposición de que representa a la comunidad política, que es el órgano soberano de la misma, con la más absoluta potencialidad para actuar, si bien en algunos casos sometida al referén dum del pueblo, condición inherente a la norteamericana, de 1787, y a varias españolas e hispanoamericanas. Esa potencialidad, esa exteriorización de la soberanía, del poder omnímodo del pueblo se refleja frecuentemente en los preámbulos de las Constituciones, como, por ejemplo, en la nuestra en la que, imitando a la norteamericana, la comenzamos diciendo: «Nosotros, los Delegados del pueblo de Cuba, reunidos en Convención Constituyente, a fin de redactar y adoptar la Ley Fundamental de su organización como Estado independiente y soberano, estableciendo un Gobierno capaz de cumplir sus obligaciones internacionales , mantener el orden, asegurar la libertad y la justi cia y promover el bienestar general, acordamos y adoptamos , invocando el favor de Dios, la siguiente Constitución». Y como si no fuera bastante la clasificación que dejo referida, aun tenemos otra modalidad constitucional: la llamada federal, nacida del concierto de diversos Estados, de por sí independientes, que se unen bago un régi men regulador de todos. Ellas tienen como exponentes caracterizados la norteamericana y la argentina. Si entramos a considerar la parte interna de una Constitución, pronto nos daremos cuenta de que ellas responden , como afirma el profesor Posada, a un objeto y a una necesidad. Lo primero tiende a «establecer y consa7 grar las garantías de la vida individual y social en sus relaciones con los Poderes públicos «; es lo que se denomina parte dogmática, que comprende la «Declaración de Derechos», que uede definirse como las «limitaciones al Poder Público para evitar sus arbitrariedades «; o como afirma el sabio profesor francés Duguit, Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Burdeos, «son disposiciones imperativas dirigidas al Estado y no a los súbditos «, basadas en el postulado de la filosofía. de que son derechos naturales del hombre inalienables e impres criptibles, al cual han de ajustarse todos los agentes o re presentantes del Estado. La primera «Declaración de Derechos del Hombre » se verificó, en Virginia, en 1776, y luego, Francia la remedó en 1789. Lo segundo, esto es, la necesidad, se circunscribe a » establecer y ordenar las funciones del Estado, determinando sus órganos y definiendo su esfera de acción «; es lo que se llama la parte orgánica. No es concebible un Estado sin normas preestablecidas que marquen su manera de actuar, atendiendo a las condiciones de tiempo, circunstancias, exigencias jurídicas y sociales, a las cuales el pueblo se somete, limitando por sí mismo su soberanía.
¿Ha de entenderse por ello que las garantías han de estar consagradas en la Carta, y que fuera de ésta no son admisibles ? En manera alguna. Lo contrario nos llevaría a la conclusión de que Inglaterra no tiene Constitución, porque no existe una Carta que consagre, recopilados, los derechos de los súbditos ni la organización del Estado.
Esa Constitución existe, y como tal la tienen gobernantes y gobernados, en el espíritu y la letra de las diversas leyes, resoluciones, hábitos, costumbres, tradición, aceptados invariablemente, aconsejados por los principios filosóficos y aplicados como normas jurídicas, en cuanto organizan el Estado, sus Poderes, la ingerencia del pueblo por medio de reuniones, partidos, prensa, elecciones, habeas corpus, etc. No obstante, la Nación inglesa registra en su historia un antecedente de documento constitucio8 nal: el Agreement of the People o Pacto del Puello, que en los momentos más críticos de la Revolución presentó el Ejército a la Cámara de los Comunes, fijando la ley a la que debía someterse el Parlamento, a la par que se precisaban los derechos que la Nación se reservaba. Fué un proyecto que Cromwell utilizó luego para incluirlo en la Gran Carta, única Constitución escrita de Inglaterra.
Ahora bien, conocido lo que es y debe ser una Constitución , su naturaleza, trascendencia, materias que debe abarcar, fácil nos será apreciar si la Ley Fundamental nuestra satisface esas exigencias. Para ello son indispensables también otras orientaciones, y ningún punto de partida más apropiado que la fecha memorable del 19 de abril de 1898, en que el Congreso norteamericano votó la famosa Resolución Conjunta en que se consignó: «que el pueblo de la Isla de Cuba es, y de derecho debe ser, libre e independiente; que los Estados Unidos desechan todo deseo o intención de ejercer soberanía, jurisdicción o dominio sobre la Isla, a no ser para la pacificación de ella, y declaran su determinación, cuando ésta se realice, de, dejar el gobierno y dominio de la Isla a su pueblo «. Nadie puede dudar de que, a partir de esa fecla, la República de Cuba, in potentia, había surgido, ya que la ingerencia de la formidable nación norteña tenía que resultar, como en efecto aconteció, fuerza decisiva en nuestro viejo pleito de emancipación de España. La victoria de San Juan, obtenida por las fuerzas combinadas de los Estados Unidos y Cuba, y los combates navales de Cavite y Santiago ce rraron el paréntesis abierto, en este hemisferio, desde principios del siglo pasado, en que las colonias de América desataron el nudo político que las ligaba a España, al renunciar ésta para siempre, en 1898, a toda soberanía política en Cuba y Puerto Rico.
La contienda fué rapidísima. España se vió compelida a esa lucha por la torpeza y la ceguedad de sus gobernantes , que desatendieron las advertencias de la Historia.
Fué una necesidad, aun presintiéndose la derrota,
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para llegar a la » liquidación del problema » de que habló en un famoso discurso el eminente estadista Silvela.
El protocolo provisional, con la capitulación de esta ciudad (1), condujo a concluir el Tratado de París, firmado el 10 de diciembre de 1898, en el que las Altas Partes Contratantes precisaron, entre otras cosas, la ratificación de la renuncia por España a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba; que ésta sería ocupada por los Estados Unidos, los que, mientras durase la ocupación, tomarían sobre sí y cumplirían las obligaciones que, por el hecho de ocuparla, les imponía el derecho internacional para la protección de vidas y haciendas, si bien, al terminar la ocupación, aconsejarían al Gobierno que se estableciera en la Isla que aceptase las mismas obligaciones. Como observarán los que me escuchan, los Estados Unidos sólo aceptaron el darnos un consejo, y aun cuando era de suponer que esos elementales deberes de los Gobiernos, en los Estados civilizados, habían de ser cumplidos por el nuestro en todo tiempo y circunstancias, la nación norteamericana, empleando el verbo » aconsejar «, ratificaba su altruísta propósito, consagrado en la Joint Resolution, de abril de 1898, de no ejercer ningún acto de soberanía en Cuba, dejando de imponer condiciones a nuestro Go. bierno.
La conducta, pues, del Gobierno norteamericano venía presentándose diáfana, no obstante la sombra que produjo en nuestro ánimo el acto descortés de que el general cubano Calixto García, como jefe del Ejército Libertador aliado, no fuera invitado a las conferencias previas, ni estuviera presente en el acto de la capitulación de Santiago, ni se le permitiera la entrada en la ciudad, después de rendida ésta. Como creyentes, prescindiendo de episodios que no amortiguaron nuestra fe; alimentando siempre en el corazón la llama sagrada del patrio fuego, en medio de nuestra legítima y natural impaciencia porque se cumplie (1) Santiago de Cuba.
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ra la promesa de que éramos libres, y cuya realización facilitamos con nuestra sensatez con nuestra cordura colectiva con nuestra capacidad en múltiples ocasiones demostradas con motivo de la instauración de los Gobiernos Municipales esperábamos que sonara en el reloj del tiempo la hora anhelada de la constitución de nuestro Gobierno republicano Grande fué nuestro contento al publicarse la Orden 301 de julio de 1900, sobre la elección de Delegados a la Convención que había de reunirse en la ciudad de la Habana el primer lunes de noviembre de dicho año, para» redactar y adoptar una Constitución para el Pueblo de Cuba, y como parte de ella provcer y acordar con el Gobierno de los Estados Unidos en lo que respecta a las relaciones que habrán de existir entre aquel Gobierno y el Gobierno de Cuba proveer, por elección del pueblo ,los funcionarios que tal Constitución establezca y, además, el traspaso del Gobierno a los funcionarios elegidos» Leyendo atentamente esa convocatoria, se observa que la Joint Resolution con la que se escudó, ante el mundo, la nación norteamericana al declarar la guerra contra España que sirvió visto el desinterés que los Estados Unidos aseguraban tener en Cuba después de pacificada, para que fracasaran todas las gestiones de alianza intervención
que, para contener la guerra el Gobierno español hizo cerca de las Cancillerías de las Grandes Potencias europeas; esa Resolución Conjunta digo, recibió una a riante o aditamento, al conferírsele a la Convención Constituyente, no sólo la misión de redactar la Constitución necesaria para establecer el Gobierno del país sino la de fijar la conducta que Cuba y los Estados Unidos delían guardar en sus relaciones, mediante acuerdo de las partes.
Las elecciones se verificaron. El pueblo cubano, en unos comicios entusiastas, designó sus Delegados a la Convención.
No existían grandes agrupaciones políticas, sinc partidos locales, y aun cuando a todos animaba el propósito patriótico de establecer el soñado Gobierno libre e independiente , no había previa discusión y aceptación de los
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puntos fundamentales, de los criterios a seguir en cuanto a la parte dogmática y orgánica de la Ley Fundamental.
Ello explicará las diferencias que dividieron a los Convencionales, en extremos de suma trascendencia, en la organización del Estado, que fijaremos en próxima conferencia.
Los que vivimos en aquellos días de vehemencia patrióticatenemos que conservar indeleble el recuerdo de las explosiones de alborozo, el desbordamiento popular cuando el día 5 de noviembre, en el antiguo teatro «Irijoa», hoy «Martí «, repleto de público representativo de todos los factores sociales, se efectuó la sesión inaugural de la Convención, presidida por el general Leonardc Wood, a cuya izquierda aparecía el Secretario de Instrucción Pública, Enrique José Varona. Wood leyó el documento, en lengua inglesa, que después tradujo Varona, y que dice así: Señores Delegados a la Asamblea Constituyente de Cuba: Como Gobernador Militar de la Isla, en representación del Presidente de los Estados Unidos, declaro constituída esta Asamblea.
Será vuestro deber, en primer término, redactar y adoptar una Constitución para Cuba, y, una vez terminada ésta, formular cuáles deben ser, a vuestro juicio, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos.
Esa Constitución debe ser capaz de asegurar un Gobierno estable, ordenado y libre.
Cuando hayáis formulado las relaciones que, a vuestro juicio, deben existir entre Cuba y los Estados Unidos, el Gobierno de los Estados Unidos adoptará, sin duda alguna, las medidas que conduzcan por su parte a un acuerdo final y autorizado entre los pueblos de ambos países, a fin de promover el fomento de sus intereses comunes.
Todos los amigos de Cuba seguirán con ahinco vuestras deliberaciones, deseando ardientemente que lleguéis a resolver con tino, y que, por la dignidad, compostura personal y cuerdo espíritu conservador que caracterizan vuestros actos, se patentice la aptitud del pueblo cubano para el gobierno representativo.
La distinción fundamental entre un gobierno verdaderamente representativo y uno despótico consiste en que, en el primero, cada representante del pueblo, cualquiera que sea su cargo, se encierra estrictamente dentro de los límites definidos de su mandato. Sin esta restricción no hay gobierno que sea libre y constitucional
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Conforme a la Orden, en cuya virtud habéis sido electos y os encontráis aquí reunidos, no tenéis deber de tomar parte en el gobierno actual de la Isla y carecéis de autoridad para ello. Vuestros poderes están estrictamente limitados por los términos de esa Orden.
Esta alocución fué publicada, en la Gaceta Oficial, como Orden número 445, el 9 de noviembre del mismo año. Ella contiene la declaración taxativa de que podíamos opinar, de que fijáramos cuáles habían de ser, a nuestro juicio, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, y hasta insinúa la conveniencia de un tratado, sin duda alguna, comercial, a fin de promover el fomento de los intereses comunes a los pueblos de ambos países. ¡ Fue esto respetado y acatado por la nación norteamericana!
Pudimos, con entera libertad, precisar las relaciones entre ambas naciones ? El bill del senador Platt, presentado como enmienda a la Ley de la Secretaría de la Guerra, y que, oportunamente, estudiaremos, es la rectificación de lo que se creía, es el más absoluto y categórico mentís a los términos de la convocatoria.
Sospecho de vuestro cansancio. La tarea explicativa requiere serenidad en el espíritu para la comprensión, y la temperatura resulta algo bochornosa. Ya nos hemos instalado en el Palacio de la Convención. Nuestro saludo histórico la acompañará. Preparémonos para conocer sus deliberaciones