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Los seis libros de la república: La Soberanía

Los seis libros de la república: La Soberanía

Capítulo VIII
De la soberanía

“La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república…”
–Jean Bodin

La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república… 1 Es necesario definir la soberanía, porque, pese a que constituye el tema principal y que requiere ser mejor comprendido al tratar de la república, ningún jurisconsulto ni filósofo político la ha definido todavía. Habiendo dicho que la república es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano, es preciso ahora aclarar lo que significa poder soberano. Digo que este poder es perpetuo, puesto que puede ocurrir que se conceda poder absoluto a uno o a varios por tiempo determinado, los cuales, una vez transcurrido éste, no son más que súbditos.

Por tanto, no puede llamárseles príncipes soberanos cuando ostentan tal poder, ya que sólo son sus custodios o depositarios, hasta que place al pueblo o al príncipe revocarlos. Del mismo modo que quienes ceden el uso de sus bienes a otro siguen siendo propietarios y poseedores de los mismos, así quienes conceden el poder y la autoridad de juzgar o mandar, sea por tiempo determinado y limitado, sea por tanto tiempo como les plazca, continúan, no obstante, en posesión del poder y la jurisdicción, que los otros ejercen a título de préstamo o en precario. Por esta razón, la ley manda que el gobernador del país, o el lugarteniente del príncipe, devuelva, una vez que su plazo ha expirado, el poder, puesto que sólo es su depositario y custodio. En esto no hay diferencia entre el gran oficial y el pequeño. De otro modo, si se llamara soberanía al poder absoluto otorgado al lugarteniente del príncipe, éste lo podría utilizar como su príncipe, quien sin él nada sería, resultando que el súbdito mandaría sobre el señor y el criado sobre el amo. Consecuencia absurda, si se tiene en cuenta que la persona del soberano está siempre exenta en términos de derecho, por mucho poder y autoridad que dé a otro. Nunca da tanto que no retenga más para sí, y jamás es excluido de mandar o de conocer por prevención, concurrencia o evocación 2 , o del modo que quisiere, de las causas de las que ha encargado a su súbdito, sea comisario u oficial, a quienes puede quitar el poder atribuido en virtud de su omisión u oficio, o tolerarlo todo el tiempo que quisiera.

Puestas estas máximas como fundamentos de la soberanía, concluiremos que ni el dictador romano, ni el harmoste de Esparta, ni el esimneta de Salónica, ni el llamado arcus de Malta, ni la antigua balie de Florencia, que tenían la misma función, ni los regentes de los reinos, ni cualesquier otro comiario o magistrado con poder absoluto para disponer de la república por tiempo limitado, tuvieron ninguno la soberanía. Sin embargo, los primeros dictadores detentaron todo el poder en la mejor forma posible, llamada por los antiguos latinos optima lege. No había apelación contra ellos y todos los oficiales quedaban suspendidos. Después, cuando fueron instituidos los tribunales, éstos permanecían en sus cargos, aunque se nombrase un dictador, y su posición quedaba a salvo; así, si se interponía apelación contra el dictador, los tribunales reunían a la plebe y citaban a las partes para alegar sus motivos de apelación y al dictador para defender su juicio… Se ve así que el dictador no era príncipe ni magistrado soberano, como algunos han escrito, sino simple comisario para conducir la guerra, reprimir la sedición, reformar el estado, o instituir nuevos oficiales.

La soberanía no es limitada, ni en poder, ni en responsabilidad, ni en tiempo. Del mismo modo, los diez comisarios establecidos para reformar las costumbres y ordenanzas, pese a que tenían poder absoluto e inapelable y todos los magistrados quedaban supendidos durante su comisión, no por ello detentaban la soberanía, ya que, cumplida la comisión, su poder expiraba, como ocurría con el del dictador… Supongamos que, cada año, se elige a uno o varios de los ciudadanos y se les da poder absoluto para manejar el estado y gobernarlo por entero sin ninguna clase de oposición, ni apelación. ¿No podremos decir, en tal caso, que aquéllos tienen la soberanía, puesto que es absolutamente soberano quien, salvo a Dios, no reconoce a otro por superior? Respondo, sin embargo, que no la tienen, ya que sólo son simples depositarios del poder, que se les ha dado por tiempo limitado. Tampoco el pueblo se despoja de la soberanía cuando instituye uno o varios lugartenientes con poder absoluto por tiempo limitado,

y mucho menos si el poder es revocable al arbitrio del pueblo, sin plazo predeterminado. En ambos casos, ni uno ni otro tienen nada en propio y deben dar cuenta de sus cargos a aquel del que recibieron el poder de mando. No ocurre así con el príncipe soberano, quien sólo está obligado a dar cuenta a Dios… La razón de ello es que el uno es príncipe, el otro súbdito; el uno señor, el otro servidor; el uno propietario y poseedor de la soberanía, el otro no es ni propietario ni poseedor de ella, sino su depositario.

El mismo juicio nos merecen los regentes nombrados durante la ausencia o minoría de edad de los príncipes soberanos, aunque los edictos, ordenanzas y patentes sean firmados y sellados con la firma y sello de los regentes y en su nombre, como se acostumbraba en este reino… En todo caso, es claro que, en términos de derecho, el señor puede hacer todo lo que hace el procurador en su nombre. El regente no es más que procurador del rey y del reino… y, por ello, cuando el príncipe concede poder absoluto al regente o al senado, en su presencia o en su ausencia, para gobernar en su nombre, aunque el título de regente sea empleado en los edictos y patentes, es siempre el rey quien habla y quien manda…

La palabra perpetua se ha de entender por la vida de quien tiene el poder. Cuando el magistrado soberano por sólo un año o por tiempo limitado y predeterminado continúa en el ejercicio del poder que se le dio, necesariamente ha de ser o por mutuo acuerdo o por fuerza. Si es por fuerza, se llama tiranía; no obstante, el tirano es soberano, del mismo modo que la posesión violenta del ladrón es posesión verdadera y natural, aunque vaya contra la ley y su anterior titular haya sido despojado. Pero si el magistrado continúa en el ejercicio del poder soberano por mutuo consentimiento, sostengo que no es príncipe soberano pues lo ejerce por tolerancia; mucho menos lo será si se trata de tiempo indeterminado, porque, en tal caso, lo ejerce por comisión precaria…

¿Qué diremos de quien recibe del pueblo el poder soberano por toda su vida? En este caso es preciso hacer una distinción. Si el poder absoluto le es dado pura y simplemente, no a título de magistrado o de comisario, ni en forma de precario, es claro que aquél es y puede llamarse monarca soberano, ya que el pueblo se ha despojado de su poder soberano para darle posesión e investirlo, poniendo en él todo su poder, prerrogativas y soberanías… Mas si el pueblo otorga su poder a alguien por vida, a título de oficial o lugarteniente, o por descargarse del ejercicio de su poder, en tal caso, no es soberano, sino simple oficial, lugarteniente, regente, gobernador o custodio y encargado del poder de otro. Aunque el magistrado instituya un lugarteniente perpetuo a cuyo cuidado deja el pleno ejercicio de la jurisdicción, no por eso residirá en la persona del teniente el poder de mandar ni de juzgar, ni la facultad y fuerza de la ley; cuando se exceda en el poder que le ha sido dado, todo lo que hiciere será nulo si sus actos no son ratificados, confirmados y aprobados por quien ha conferido el poder… Cuando se ejerce el poder de otro por tiempo determinado o a perpetuidad, sea por comisión, por institución, o por delegación, el que ejerce este poder no es soberano, aunque en sus patentes no se le denomine ni procurador, ni lugarteniente. ni gobernador, ni regente…

Examinemos ahora la otra parte de nuestra definición y veamos qué significan las palabras poder absoluto. El pueblo o los señores de una república pueden conferir pura y simplemente el poder soberano y perpetuo a alguien para disponer de sus bienes, de sus personas y de todo el estado a su placer, así como de su sucesión, del mismo modo que el propietario puede donar sus bienes pura y simplemente, sin otra causa que su liberalidad, lo que constituye la verdadera donación…

Así, la soberanía dada a un príncipe con cargas y condiciones no constituye propiamente soberanía, ni poder absoluto, salvo si las condiciones impuestas al nombrar al príncipe derivan de las leyes divina o natural. Así, cuando muere el gran rey de Tartaria, el príncipe y el pueblo, a quienes corresponde el derecho de elección, designan, entre los parientes del difunto, al que mejor les parece, con tal que sea su hijo o sobrino. Lo hacen sentar entonces sobre un trono de oro y le dicen estas palabras: Te suplicamos, consentimos y sugerimos que reines sobre nosotros. El rey responde: Si queréis eso de mí, es preciso que estéis dispuestos a hacer lo que yo os mande, que el que yo ordene matar sea muerto incontinenti y sin dilación, y que todo el reino me sea remitido y consolidado en mis manos. El pueblo responde así sea, y, a continuación, el rey agrega: La palabra de mi boca será mi espada, y todo el pueblo le aplaude.

éstas, ni al juramento hecho a sí mismo… Si el príncipe soberano promete a otro príncipe guardar las leyes promulgadas por él mismo o por sus predecesores, está obligado a hacerlo, si el príncipe a quien se dio la palabra tiene en ello algún interés, incluso aunque no hubiera habido juramento. Si el príncipe a quien se hizo la promesa no tiene ningún interés, ni la promesa ni el juramento pueden obligar al que prometió. Lo mismo decimos de la promesa hecha por el príncipe soberano al súbdito antes de ser elegido… No significa esto que el príncipe quede obligado a sus leyes o a las de su predecesores, pero sí a las justas convenciones y promesas que ha hecho, con o sin juramento, como quedaría obligado un particular. Y por la mismas causas que éste puede ser liberado de una promesa injusta e irrazonable, o en exceso gravosa, o prestada mediando dolo, fraude, error, fuerza, o justo temor de gran daño, así también el príncipe, si es soberano, puede ser restituido, por la mismas causas, en cuanto signifique una disminución de su majestad. Así, nuestra máxima sigue siendo válida: el príncipe no está sujeto a sus leyes, ni a las leyes de sus predecesores, sino a sus convenciones justas y razonables, y en cuya observancia los súbditos, en general o en particular, están interesados.

Se engañan quienes confunden las leyes y los contratos del príncipe, a los que denominan también leyes o leyes pactadas. En Aragón, se denomina ley pactada a una ordenanza dictada por el rey a pedimento de las cortes y, a cambio, recibe dinero o algún subsidio. En tal caso, el rey queda, según se dice, obligado a ella, aunque no a las demás leyes; reconocen, sin embargo, que el príncipe la puede derogar cuando cesa la causa de la ley. Todo ello es cierto y se funda en razón y autoridad, pero no hay necesidad de dinero ni de juramento para obligar al príncipe soberano a la obediencia de una ley en cuya observancia siguen estando interesados los súbditos a quienes se hizo la promesa. La palabra del príncipe debe ser como un oráculo; éste pierde su dignidad cuando nos merece tan mala opinión que no lo creemos si no jura, o no se atiene a su promesa si no le damos dinero. Pese a todo, sigue siendo válida la máxima según la cual el príncipe soberano puede, sin consentimiento de los súbditos, derogar las leyes que ha prometido y jurado guardar, si la justicia de ellas cesa. Cierto es que, en este caso, la derogación general no basta, si no hay derogación expresa. Pero si no hay justa causa para anular la ley que prometió mantener, el príncipe no puede ni debe ir contra ella.

Tampoco está obligado a las convenciones y juramentos de sus predecesores, como no sea su heredero… A este respecto, es preciso no confundir la ley y el contrato. La ley depende de quien tiene la soberanía, quien puede obligar a todos los súbditos, pero no puede obligarse a sí mismo. La convención es mutua entre el príncipe y los súbditos, obliga a las dos partes recíprocamente y ninguna de ellas puede contravenirla en perjuicio y sin consentimiento de la otra; en este caso, el príncipe no está por encima de los súbditos. Cuando cesa la justicia de la ley que juró guardar, el príncipe no sigue obligado a su promesa, como ya hemos dicho; los súbditos, por el contrario, están, en cualquier caso, obligados a sus promesas, a no ser que el príncipe les releve de ellas. Por esto, los príncipes soberanos prudentes nunca juran guardar las leyes de sus predecesores, o bien dejan de ser soberanos. Se dirá, quizá, que el Emperador, que tiene preeminencia sobre todos los otros reyes cristianos, jura, antes de ser consagrado, en las manos del arzobispo de Colonia, guardar las leyes del Imperio, la Bula de oro, hacer justicia, obedecer al Papa, conservar la fe católica, defender las viudas, los huérfanos y los pobres; he aquí, en resumen, el juramento que prestó el emperador Carlos V, enviado después al Papa por el cardenal Cayetano, legado en Alemania. A ello respondo que el Emperador está sujeto a los estados del Imperio y no se atribuye la soberanía sobre los príncipes, ni sobre los estados, como diremos en su lugar… El juramento de nuestros reyes, que es el más bello y breve que pueda imaginarse, nada dice de guardar las leyes y costumbres del país, ni las de sus predecesores. Cito sus palabras literalmente según las he copiado de un libro antiguo que se encuentra en la biblioteca de Reims: Iuliani ad Erigium Regem Anno MLVIII. Henrico regnante XXXII. IIII. Calend. Iunij. Ego Philippus Deo propiciante mox futurus Rex Francorum, in die ordinationis meae, promitto coram Deo et sanctis eius quod unicuique de nobis comissis canonicum privilegium et debitam legem atque iustitiam conservabo, et defensionem, adiuvante Domino quantum potero exhibebo, sicut Rex in suo regno unicuique Episcopo, et ecclesiae sibi comissae per rectum exhibere debet: populo quoque nobis credito, me dispensationem legum in suo iure consistentem, nostra auctoritate concessurum. Qua perlecta posuit eum in manus Archiepiscopi… Pero he visto otro, en un pequeño libro muy antiguo, en la Abadía de Saint Allier, en Auvernia, con estas palabras: Juro en nombre de Dios todopoderoso y prometo gobernar bien y como es debido a los súbditos

confiados a mi custodia y con todo mi poder hacer juicio, justicia y misericordia… Tanto en uno como en otro juramento, puede verse que no existe ninguna obligación de guardar las leyes más de cuanto el derecho y la justicia lo consientan…

En cuanto a las leyes que atañen al estado y fundación del reino, el príncipe no las puede derogar por ser anejas e incorporadas a la corona, como es la ley sálica; si lo hace, el sucesor podrá siempre anular todo lo que hubiere sido hecho en perjuicio de las leyes reales, sobre las cuales se apoya y funda la majestad soberana…

Por lo que se refiere a las costumbres, generales o particulares, que no atañen a la fundación del reino, se ha observado la costumbre de no alterarlas sino después de haber reunido, según las formas prescritas, a los tres estados de Francia, en general, y de cada bailiazgo 5 , en particular. En cualquier caso, el rey no tiene por qué conformarse a su consejo, pudiendo hacer lo contrario de lo que se pide, si la razón natural y la justicia de su designio le asisten. Precisamente, la grandeza y majestad de un auténtico príncipe soberano se ponen de manifiesto cuando, reunidos en asamblea, los estados de todo el pueblo dirigen humildemente demandas y peticiones a su príncipe; sin poder de mando y decisión, ni voz deliberante, aceptan por ley, edicto u ordenanza todo lo que el rey se sirve consentir o rechazar, mandar o prohibir… Si el príncipe soberano estuviese sometido a los estados, no sería ni príncipe ni soberano, y la república no sería ni reino ni monarquía, sino pura aristocracia de varios señores con poder igual, en la que la mayor parte mandaría a la menor, en general, y a cada uno en particular… Pese a que en los parlamentos del reino de Inglaterra, que se reunen cada tres años, los estados gozan de mayor libertad, como corresponde a pueblos septentrionales, en realidan sólo proceden mediante peticiones y súplicas…; los estados no tienen poder alguno para decretar, mandar ni disponer y, ni siquiera, pueden reunirse o separarse sin mandato expreso… Si se me dice que los estados no toleran la imposición de cargas extraordinarias o subsidios como no sea con su asentimiento y consentimiento…, responderé que los demás reyes no gozan de mayor poder que el de Inglaterra: ningún príncipe del mundo tiene poder para levantar a su arbitrio impuestos sobre su pueblo, ni para apoderarse de los bienes ajenos… sin embargo, si se trata de una necesidad urgente, el príncipe no tiene que esperar la reunión de los estados, ni el consentimiento del pueblo, cuya salvación depende de la diligencia y previsión del príncipe prudente… La soberanía del monarca en nada se altera ni disminuye por la presencia de los estados; por el contrario, su majestad se engrandece y enriquece cuando todo su pueblo lo reconoce como soberano, si bien en tales asambleas, los príncipes, por no disgustar a sus súbditos, conceden y otorgan muchas cosas que no aceptarían si no fuesen abrumados por las demandas, ruegos y justas quejas de un pueblo atormentado y sufrido, las más de las veces a espaldas del príncipe, que no ve, ni oye, ni sabe sino por los ojos, las orejas y la relación de otro.

Vemos así que el carácter principal de la majestad soberana y poder absoluto, consiste principalmente en dar ley a los súbditos en general sin su consentimiento. Sin acudir a países extraños, frecuentemente se ha visto en este reino cómo ciertas costumbres generales eran abolidas por los edictos de nuestros reyes sin oír a los estados, cuando la injusticia de aquéllas era evidente… Es preciso que el príncipe soberano tenga las leyes bajo su poder para cambiarlas y enmendarlas de acuerdo con las circunstancias, como decía el jurisconsulto Sexto Cecilio, del mismo modo que el piloto debe tener en su mano el timón para dirigirlo a su discreción pues, de otro modo, el navío naufragaría antes que se pudiera consultar el parecer de los pasajeros…

Si es provechoso, para gobernar bien un estado, que el poder del príncipe soberano esté por encima del de las leyes, aún resulta más útil para los señores en el estado aristocrático, y del todo necesario al pueblo en el estado popular. Tanto en la monarquía como en la aristocracia, el monarca y los señores están separados del pueblo y de la plebe, respectivamente. Por ello, en una y otra república, hay dos partes, a saber, aquel o aquellos que detentan la suprema soberanía y el pueblo, lo que es causa de discusiones entre ellos respecto a los derechos de la soberanía, discusiones que cesan en el estado popular. Supuesto que el príncipe o los señores que detentan el poder estuviesen obligados a conservar las leyes, como algunos opinan, y no pudiesen dar ley sin la aprobación del pueblo o del senado, tampoco podría ser ésta anulada legítimamente sin el consentimiento del uno o del otro, todo lo cual no puede ocurrir en el estado popular, si se considera que el pueblo constituye un solo cuerpo y no se puede obligar a

lo útil que no concierne a lo honesto, o de lo honesto sin lo útil, o de lo útil y lo honesto a la vez, o bien, de lo que no concierne ni a lo útil ni a lo honesto. Cuando digo honesto, quiero decir lo que es honesto por derecho natural; en tal caso, es evidente que todos los príncipes están sujetos, puesto que tales leyes son naturales aunque sea el príncipe quien las haga publicar. Con mayor razón estará obligado, si la ley es justa y útil. Si la ley no concierne ni a lo útil ni a lo honesto, no e preciso tenerla en cuenta. Si lo útil se opone a lo honesto, es justo que lo honesto prevalezca. Arístides el Justo, decía que el consejo de Temístocles era muy útil al pueblo, pero deshonesto y despreciable. Si la ley es útil y no perjudica a la justicia natural, el príncipe no está sujeto a ella, sino que la puede modificar o anular, a su arbitrio, siempre que la derogación de la ley, al aportar provecho a los unos, no perjudique a los demás sin justa causa. El príncipe puede anular y casar una buena ordenanza para dar paso a otra más o menos buena, si se tiene en cuenta que lo útil, lo honesto y lo justo tienen sus grados de más y menos. Si es, pues, lícito al príncipe escoger, entre las leyes útiles, las más útiles, también le será lícito escoger, entre las leyes justas y honestas, las más equitativas y honestas, sin importar que perjudiquen a unos y beneficien a otros, siempre que el provecho sea público y el perjuicio privado. Lo que no es lícito es que el súbdito contravenga las leyes de su príncipe so pretexto de honestidad o de justicia…, porque la ley prohibitiva es más fuerte que la equidad aparente, si la prohibición no va directamente contra la ley de Dios y de la naturaleza. Muchas veces la ley civil será buena, justa y razonable y, sin embargo, el príncipe no debe estar sujeto a ella en modo alguno; así, si prohibe portar armas bajo pena de muerte, con el fin de poner término a los homicidios y sediciones, el príncipe no debe quedar sujeto a su ley, sino que, por el contrario, debe estar bien armado, para defensa de los buenos y castigo de los malos.

El mismo juicio nos merecen las demás leyes y ordenanzas que sólo conciernen a una parte de los súbditos y que sólo son justas en consideración a algunas personas, o durante cierto tiempo o para determinado lugar, o a la variedad de las penas que siempre dependen de las leyes civiles, aunque la prohibición de los delitos dependa del derecho divino y natural. A dichos edictos y ordenanzas, los príncipes no están obligados en modo alguno, salvo en lo que determine la justicia natural de los mismos, cesando la cual el príncipe deja de estar obligado. Los súbditos en cambio, continúan obligados hasta que el príncipe los derogue, ya que la obediencia a los edictos y ordenanzas de aquel a quien Dios ha dado poder sobre nosotros, constituye una ley divina y natural, salvo si dichos edictos fuesen directamente contrarios a la ley de Dios, que está por encima de todos los príncipes. Así como el segundo vasallo debe juramento de fidelidad a su señor, hacia todos y contra todos, a excepción de su príncipe soberano, el súbdito debe obediencia a su príncipe soberano, hacia todos y contra todos, a reserva de la majestad de Dios, que es señor absoluto de todos los príncipes del mundo.

De esta conclusión podemos deducir otra regla de estado, según la cual el príncipe soberano está obligado al cumplimiento de los contratos hechos por él, tanto con sus súbditos como con los extranjeros. Siendo fiador de las convenciones y obligaciones recíprocas, constituidas entre los súbditos, con mayor razón es deudor de justicia cuando se trata de sus propios actos… Su obligación es doble: por la equidad natural, que quiere que las convenciones y promesas sean mantenidas, y, además, por la confianza depositada en el príncipe, quien debe mantenerla aunque sea en perjuicio suyo, ya que él es formalmente el fiador de la confianza que se guardan entre sí todos sus súbditos. No hay delito más odioso en un príncipe que el perjurio. Por eso, el príncipe soberano debe ser siempre menos favorecido en justicia que sus súbditos cuando se trata de su palabra… Todo ello debe servir como respuesta a los doctores canonistas, que han escrito que el príncipe sólo puede ser obligado naturalmente. Según dicen, las obligaciones son de derecho civil, lo cual es un error, porque es indiscutible, en término de derecho, que si la convención es de derecho natural o de derecho común a todos los pueblos, también las obligaciones y las acciones serán de la misma naturaleza. Pero, a mayor abundancia, el príncipe está en tal modo obligado a las convenciones hechas con sus súbditos, aunque sólo sean de derecho civil, que no las puede derogar con su poder absoluto. En esto convienen casi todos los doctores en derecho, si se considera que el mismo Dios, como dice el Maestro de las Sentencias, queda obligado a su promesa…

Hay una gran diferencia entre el derecho y la ley. El derecho implica sólo la equidad; la ley conlleva mandamiento. La ley no es otra cosa que el mandato del soberano que hace uso de su poder 7. Del mismo modo que el príncipe soberano no está obligado a las leyes de los griegos, ni de ningún extranjero, tampoco lo está a las leyes de los romanos en mayor medida

que a las suyas, sino en cuanto sean conformes a la ley natural. A ésta, como dice Píndaro, todos los reyes y príncipes están sujetos, sin excepción de papa ni emperador, pese a que ciertos aduladores afirman que éstos pueden tomar los bienes de sus súbditos sin causa. Muchos doctores, e incluso los canonistas, reprueban esta opinión como contraria a la ley de Dios, pero yerran al admitir que les es posible hacerlo usando de su poder absoluto. Sería mejor decir mediante la fuerza o las armas, lo que constituye el derecho del más fuerte y de los ladrones. Como hemos visto, el poder absoluto no significa otra cosa que la posibilidad de derogación de las leyes civiles, sin poder atentar contra la ley de Dios, quien, a través de ella, ha manifestado claramente la ilicitud de apoderarse, e incluso desear los bienes ajenos. Quienes tales opiniones sustentan son más peligrosos que quienes las ejecutan, porque muestran las garras al león y proveen a los príncipes con el velo de la justicia. A partir de ahí, la perversidad de un tirano, alimentada por tales opiniones, da curso a su poder absoluto y a sus violentas pasiones, haciendo que la avaricia se convierta en confiscación, el amor en adulterio, la cólera en homicidio…

Además, constituye una incongruencia en derecho decir que el príncipe puede hacer algo que no sea honesto, puesto que su poder debe ser siempre medido con la vara de la justicia… Es impropio decir que el príncipe soberano tiene poder para robar los bienes ajenos y hacer mal, cuando, en realidad, sería impotencia, debilidad y cobardía. Si el príncipe soberano no tiene poder para traspasar los confines de las leyes naturales que Dios, del cual es imagen, ha puesto, tampoco podrá tomar los bienes ajenos sin causa justa y razonable, es decir, por compra, trueque o confiscación legítima, o bien para hacer la paz con el enemigo, cuando ésta sólo pueda lograrse de este modo… Algunos no son de este parecer, más la razón natural quiere que lo público sea preferido a lo privado y que los súbditos dejen de lado no sólo las injurias y venganzas, sino también sus bienes para la salud de la república…

Una vez que cesan las causas antedichas, el príncipe no puede tomar ni dar los bienes ajenos, sin consentimiento de su propietario. Debido a ello, en todas las donaciones, gracias, privilegios y actos del príncipe, se sobreentiende siempre la cláusula a salvo el derecho de tercero, aunque no sea expresa… Cuando se afirma que los príncipes son señores de todo, debe entenderse del justo señorío y de la justicia soberana, quedando a cada uno la posesión y propiedad de sus bienes… Por esta causa, nuestros reyes, por las ordenanzas y sentencias de los tribunales, están obligados a distribuir los bienes que les han tocado por derecho de confiscación o de albinagio, salvo los que son de nuda propiedad de la Corona, a fin de que los señores no se perjudiquen en sus derechos. Cuando el rey es deudor de su súbdito, está sujeto a condena. Para que los extranjeros y la posteridad conozcan la sinceridad con que nuestros reyes proceden en justicia, podemos citar una sentencia de 1419, por la cual el rey fue excluido de las patentes de restitución que había obtenido para cubrir las faltas cometidas; por otra sentencia, dictada en 1266, el rey fue condenado a pagar a su capellán el diezmo de los frutos de su huerto. Los particulares no son tratados tan rigurosamente. Al príncipe soberano, se le considera siempre como mayor cuando se trata de su interés particular, y nunca se le restituye como a un menor. Pero la república siempre es considerada como menor, lo cual sirve de respuesta a quienes opinan que la república no debe ser restituida, confundiendo el patrimonio del príncipe con el bien público, que en la monarquía está siempre separado, pero que en la aristocracia y en el estado popular es todo uno…

Quédanos por ver si [el príncipe] está sujeto a los contratos de sus predecesores, y si tal obligación es compatible con la soberanía. Para resolver brevemente la infinidad de cuestiones que pueden plantearse a este respecto, afirmo que, si el reino es hereditario, el príncipe está tan obligado como lo estaría un heredero particular por las reglas del derecho; así ocurre si el reino es deferido por testamento a otro que no sea el más próximo pariente… Si el reino es deferido por testamento al más próximo pariente…, es necesario distinguir, según el heredero instituido quiera aceptar el estado en calidad de heredero, o renunciar a la sucesión del testador y pedir la corona en virtud de las costumbres y leyes del país. En el primer caso, el sucesor queda obligado a los actos y promesas de su predecesor, como lo estaría un heredero particular. En el segundo, no queda obligado a los actos de su predecesor, aunque el difunto hubiese jurado, ya que el juramento del predecesor no vincula al sucesor; sin embargo, el sucesor queda obligado en lo que haya redundado en beneficio del reino… Lo cual concuerda con una antigua sentencia del año 1256, por la que se resolvió no estar el rey obligado a las deudas de sus predecesores. Se engañan quienes intepretan indebidamente la fórmula

cualidad reales, sobre todo durante la guerra, cuando eran todopoderosos. Con ello parece haberse referido a las principales características de la soberanía, puesto que agrega que quien las posee detenta la soberanía. Dionisio de Halicarnaso ha escrito mejor y más claramente que los demás; afirma que el rey Servio, para despojar de poder al senado, otorgó poder al pueblo para hacer y anular la ley, declarar la guerra y la paz, instituir y destituir los oficiales, conocer de las apelaciones de todos los magistrados…

Es preciso que los atributos de la soberanía sean tales que sólo convengan al príncipe soberano, puesto que si son comunicables a los súbditos, no puede decirse que sean atributos de la soberanía. Del mismo modo que una corona pierde su nombre si es abierta o se le arrancan sus florones, también la soberanía pierde la grandeza si en ella se practica una abertura para usurpar alguna de sus propiedades… Al igual que el gran Dios soberano no puede crear otro Dios semejante, ya que siendo infinito no puede, por demostración necesaria, hacer que haya dos cosas infinitas, del mismo modo podemos afirmar que el príncipe que hemos puesto como imagen de Dios, no puede hacer de un súbdito su igual sin que su poder desaparezca. Siendo esto así, debe deducirse que no es atributo de la soberanía la jurisdicción, porque es común al príncipe y al súbdito. Tampoco el nombramiento o destitución de los oficiales, porque este poder lo comparten el príncipe y el súbdito… El mismo juicio nos merece la distribución de penas y recompensas, puesto que magistrados y capitanes las atribuyen a quienes las merecen, en la misma medida que el príncipe soberano… Tampoco constituye atributo de la soberanía tomar consejo sobre los asuntos de estado, función que es propia del consejo privado o del senado de una república, el cual siempre ha estado separado del soberano…

El primer atributo del príncipe soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno en particular. Con esto no se dice bastante, sino que es preciso añadir: sin consentimiento de superior, igual o inferior. Si el rey no puede hacer leyes sin el consentimiento de un superior a él, es en realidad súbdito; si de un igual, tiene un asociado, y si de los súbditos, sea del senado o del pueblo, no es soberano. Los nombres de los señores que se ponen en los edictos no son añadidos para dar fuerza a la ley, sino para dar testimonio y peso que la haga más aceptable… Cuando digo que el primer atributo de la soberanía es dar leyes a todos en general y a cada uno en particular, estas últimas palabras implican los privilegios, los cuales corresponden a los príncipes soberanos, con exclusión de todos los demás. Llamo privilegio una ley hecha para uno o algunos en particular, ya sea en beneficio o en perjuicio de aquel a quien se otorga, lo que expresaba Cicerón diciendo: privilegium de meo capite latum est… En lo cual están de acuerdo todos los que han tratado de las regalías, al considerar que sólo al soberano corresponde otorgar privilegios, exenciones e inmunidades, así como la dispensa de los edictos y ordenanzas…

Podrá decirse que no sólo los magistrados tienen el poder de hacer edictos y ordenanzas, cada uno según su poder y competencia, sino que también los particulares hacen las costumbres, tanto generales como particulares. Cierto es que la costumbre no tiene menos poder que la ley y, si el príncipe soberano es señor de la ley, los particulares son señores de las costumbres. A esto respondo que la costumbre adquiere su fuerza poco a poco y por el consentimiento común, durante largos años, de todos o de la mayor parte. Por el contrario, la ley se hace en un instante y toma su fuerza de aquel que tiene el poder de mandar a todos. La costumbre fluye dulcemente y sin compulsión. La ley es ordenada y promulgada por un acto de poder y, muy a menudo, mal del grado de los súbditos. Por esta razón, Dión Crisóstomo compara la costumbre al rey y la ley al tirano. Además, la ley puede anular las costumbres, pero la costumbre no puede derogar la ley. La ejecución de la ley no queda abandonada a la discreción del magistrado y de quienes tienen la función de hacer guardar las leyes. La costumbre no conlleva ni recompensa ni pena; la ley conlleva siempre recompensa o pena, a no ser que se trate de una ley permisiva que levante las prohibiciones de otra ley. Para terminar, la costumbre sólo tiene fuerza por tolerancia y en tanto que place al príncipe soberano, quien puede convertirla en ley mediante su homologación. En consecuencia, toda la fuerza de las leyes civiles y costumbres reside en el poder del príncipe soberano…

Bajo este poder de dar y anular la ley, se comprende también su interpretación y enmienda, cuando es tan oscura que los magistrados descubren contradicción o consecuencias absurdas e intolerables respecto de los casos contemplados. El magistrado puede plegar la ley e

interpretarla restrictiva o extensivamente, siempre que al plegarla se guarde mucho de quebrarla, aunque le parezca demasiado dura… Si se entendiera de manera distinta, resultaría que un simple magistrado estaría por encima de las leyes y podría obligar al pueblo con sus edictos, lo que ya hemos demostrado que es imposible. Bajo este mismo poder de dar y anular la ley, están comprendidos todos los demás derechos y atributos de la soberanía, de modo que, hablando en propiedad, puede decirse que sólo existe este atributo de la soberanía. Todos los demás derechos están comprendidos en él: declarar la guerra o hacer la paz, conocer en última instancia de los juicios de todos los magistrados, instituir y destituir los oficiales más importantes, gravar o eximir a los súbditos con cargas y subsidios, otorgar gracias y dispensas contra el rigor de las leyes, elevar o disminuir la ley, valor o tasa de las monedas, hacer jurar a los súbditos y hombres ligios sin excepción fidelidad a quien deben juramento. Todo éstos son los verdaderos atributos de la soberanía, y están comprendidos bajo el poder de dar la ley a todos en general y a cada uno en particular, siempre que dicho poder se reciba sólo de Dios. No es soberano el príncipe o duque cuyo poder de dar leyes a todos sus súbditos en general y a cada uno en particular lo ha recibido de alguien superior o igual a él; quien tiene un asociado tiene un dueño; con mayor razón, si sólo ha recibido ese poder en calidad de vicario, lugarteniente o regente.

Pero dado que el vocablo ley es demasiado general, lo más conveniente será especificar los derechos de la soberanía, comprendidos, como he dicho, bajo la ley del soberano. Tal, declarar la guerra o negociar la paz, uno de los aspectos más importantes de la majestad, ya que, muy frecuentemente, acarrea la ruina o la seguridad del estado. Su importancia fue subrayada no sólo por las leyes romanas, sino también por las de los demás pueblos. En la medida que existe mayor azar en comenzar una guerra que en negociar la paz, la plebe romana tenía poder para hacer la paz, pero no para declarar la guerra; en tal caso, era preciso reunir los grandes estados, hasta que la plebe tuvo plenos poderes para hacer la ley.. Pongo estos ejemplos de las más grandes repúblicas populares que existieron en todos los tiempos, ya que, por lo que respecta al estado real, no existe duda alguna. Los príncipes soberanos reclaman para sí el conocimiento de los menores hechos y empresas que es necesario realizar durante la guerra. Cualquiera que sea la misión que encomienden a los diputados para negociar una paz o alianza, éstos, sin embargo, no convienen nada sin advertir al príncipe; sirva como ejemplo de ello el reciente tratado de Cambresis, donde los diputados enviados por el rey le transmitían de hora en hora la información sobre la marcha de las negociaciones… Por lo que se refiere a los estados populares y aristocráticos, la dificultad de reunir al pueblo y el peligro de que se descubran los secretos y resoluciones, determina que el pueblo confiera esta misión al senado. Es bien sabido, sin embargo, que las comisiones y mandatos dados a este efecto, dependen de la autoridad del pueblo, siendo expedidas en su nombre por el senado, que actúa sólo como procurador y agente del pueblo, del cual deriva su autoridad, al igual que la de todos los magistrados. Por lo que se refiere a las monarquías, no hay duda que la resolución de la paz o de la guerra depende del príncipe soberano, supuesto que se trate de una monarquía pura…

El tercer atributo de la soberanía consiste en instituir los oficiales principales, lo cual nadie pone en duda por lo que concierne a los primeros magistrados. La primera ley que hizo P. Valerio, después de haber arrojado a los reyes de Roma, ordenaba que los magistrados fueran instituidos por el pueblo. Una ley semejante fue publicada en Venecia cuando se reunieron en asamblea para establecer su república, según nos dice Contarini, a lo cual se debe que aquélla esté tan bien guardada. Con mayor razón en la monarquía, donde los oficios menores (ujieres, bedeles, escribanos, trompetas, pregoneros), en cuya institución y destitución entendían los magistrados romanos, son provistos por el príncipe, así como medidores, agrimensores y otros cargos semejantes, concedidos a título de oficio por edictos perpetuos. He hablado de oficiales superiores o magistrados principales, porque en toda república se permite a los magistrados más importantes y a ciertas corporaciones y colegios designar a algunos de los oficiales subalternos, como ya hemos visto entre los romanos. Hacen esto en virtud de la función que tienen, en cuanto procuradores con poder de sustitución. Notemos, igualmente, que los señores justicieros, si bien obtienen la jurisdicción del príncipe soberano en lealtad y homenaje, tienen, no obstante, poder para establecer jueces y oficiales. Pero este poder les es dado por el príncipe soberano, ya que, sin duda, duques, marqueses, barones y castellanos sólo eran, en su origen, jueces y oficiales, como explicaremos más adelante… No es la designación de los oficiales la que implica derecho de soberanía, sino su confirmación y provisión, si bien es cierto

modo, si el príncipe soberano cede al vasallo la última instancia y soberanía que le corresponde, convierte al súbdito en príncipe soberano… En todo caso, el modo más seguro de conservar un estado es no otorgar ningún atributo de la soberanía al súbdito, y aún menos al extranjero, porque es el peldaño para ascender a la soberanía…

De este atributo de la soberanía, se deriva también el poder de conceder gracia a los condenados por encima de las sentencias y contra el rigor de las leyes, por lo que se refiere a la vida, a los bienes, al honor, a la condonación del destierro. Los magistrados no tienen poder, por importantes que sean, para conceder gracia ni alterar sus propias sentencias. Aunque los procónsules y gobernadores de provincias tuviesen tanta jurisdicción como todos los magistrados de Roma juntos, no les estaba permitido ni siquiera levantar temporalmente el destierro de los condenados, según puede leerse en las cartas de Plinio el joven, gobernador de Asia, al emperador Trajano; menos aún podían conceder gracia a los condenados a muerte, lo cual está prohibido en toda república a los magistrados… En cuanto a nuestros reyes, de nada se muestran tan celosos. Jamás han permitido que los jueces de los señores puedan conocer de las cartas de remisión otorgadas por el rey, si bien pueden conocer de las de perdón. Aunque el rey Francisco, concedió a su madre poder para otorgar gracias, habiendo, sin embargo, la Corte ordenado que se recordase al rey que se trataba de uno de los más preciados atributos de la soberanía, el cual no se podía comunicar al súbdito sin disminución de la majestad, y habiendo sido advertida de ello la reina madre, ésta renunció a dicho privilegio y devolvió las cartas al rey antes que se le demandara… Se me dirá todavía que antiguamente los gobernadores de las provincias concedían gracia, como aún puede verse en las costumbres de Henaut y en las antiguas costumbres del Delfinado; incluso el obispo de Ambrum pretende gozar de este poder por cartas auténticas. Respondo que tales costumbres y privilegios constituyen abusos y usurpaciones, que fueron anulados en buen derecho por el edicto del rey Luis XII, en 1499, pudiendo decirse que las confirmaciones de tales privilegios son también nulas, porque la confirmación nada vale si el privilegio es nulo de por sí; que el privilegio es nulo no hay duda, pues no puede ser cedido sin la Corona. En cuanto a los gobernadores, vicarios y lugartenientes generales de los príncipes soberanos, aún existe otra razón, puesto que no tienen tal poder por privilegio ni por oficio, sino por comisión, como es el caso de los príncipes, vicarios y lugartenientes del Imperio. En toda república bien ordenada, tal poder no debe ser cedido ni por comisión ni a título de oficio, salvo si es necesario instituir un regente debido a la ausencia, cautividad, incapacidad o minoría de edad del príncipe.

Muchos príncipes soberanos abusan de su poder presumiendo que la gracia que conceden será tanto más agradable a Dios cuanto el crimen es detestable. Por mi parte, sostengo, salvo mejor juicio, que el príncipe soberano no puede conceder gracia de la pena establecida por la ley de Dios, del mismo modo que no puede dispensar de una ley a la que él mismo está sujeto. Si merece la pena capital el magistrado que dispensa de la ordenanza de su rey, puede ser lícito que el príncipe soberano dispense a su súbdito de la ley de Dios?… Las gracias otorgadas para tales crímenes traen como consecuencia las pestes, las hambres, las guerras y la ruina de las repúblicas. Por ello, la ley de Dios dice que al castigar a los que han merecido la muerte se elimina la maldición que pesa sobre el pueblo. De cien crímenes, sólo dos comparecen ante la justicia y únicamente la mitad se comprueba. Pues bien, si se perdona el crimen probado. ¿qué pena servirá de ejemplo a los malvados?… Entre las gracias que el príncipe puede conceder, ninguna más hermosa que la de la injuria hecha a su persona y, entre las penas capitales, ninguna más agradable a Dios que la establecida para la injuria hecha a Su Majestad. ¿Qué puede esperarse del príncipe que venga cruelmente sus injurias y perdona las ajenas, incluso las que atentan directamente al honor de Dios?…

Respecto a la fe y homenaje ligio, constituye también uno de los derechos principales de la soberanía, como hemos mostrado más arriba al subrayar que le son debidos al príncipe sin excepción.

En cuanto al derecho de amonedar, es de la misma naturaleza que la ley y sólo quien tiene poder de hacer la ley, puede dársela a las monedas… Después de la ley, nada hay de mayor importancia que el título, el valor y la tasa de las monedas, como hemos demostrado en otro tratado 15 , y en toda república bien ordenada sólo el príncipe tiene este poder… Aunque, en este reino varios particulares han gozado antiguamente del privilegio de batir moneda -tales el vizconde de Turena, los obispos de Meaux, Cahors, Aude, Ambrun, los condes de Saint Paul,

de la Marche, Nevers, Blois y otros-, el rey Francisco I anuló, mediante edicto general, todos estos privilegios…

Al igual que la moneda, la medida y los pesos constituyen uno de los derechos de la soberanía. Sin embargo, amparándose en las costumbres, no hay señor, por pequeño que sea, que no pretenda este derecho, con gran perjuicio para la república. Debido a ello, los reyes Felipe el Hermoso, Felipe el Largo y Luis XI resolvieron que sólo habría un peso y una medida, a cuyo fin se igualaron todas las medidas de capacidad de la mayor parte de este reino, como he tenido ocasión de ver en el proceso verbal de los comisarios, sacado de la Cámara de cuentas. Pero su ejecución resultó más difícil de lo que se pensaba, a causa de las disputas y procesos a que dio lugar…

El derecho de gravar a los súbditos con atribuciones e impuestos, o de eximir de ellos a algunos, deriva también del de dar la ley y los privilegios. Es posible que la república subsista sin contribuciones, como parece suponer el presidente Le Maistre 16 al afirmar que en este reino sólo se imponen contribuciones después del rey San Luis. Pero la necesidad de establecerlas o suprimirlas sólo puede determinarla quien tiene el poder soberano; así fue juzgado por sentencia del Parlamento contra el duque de Borgoña y varias veces más, posteriormente, tanto en el Parlamento como en el Consejo privado. Por lo que se refiere a las usurpaciones cometidas por ciertos señores particulares y por las corporaciones y colegios de las ciudades y aldeas, el rey Carlos IX se lo prohibió expresamente, mediante un edicto general dictado a petición de los estados de Orléans… Se me dirá que algunos señores han adquirido por prescripción el derecho a percibir contribuciones, impuestos y peajes, como ocurre en este reino, donde algunos señores pueden imponer contribuciones en cuatro casos distintos… Responde a ello que, efectivamente, existe algún tinte de prescripción al tratarse de un abuso inveterado, pero el abuso no puede ser tan inveterado como para tener más fuerza que la ley, a la cual deben someterse los abusos. Por esta razón, el edicto de Moulins 17 ordenó que los derechos de contribución pretendidos por los señores sobre sus súbditos no se podrían percibir, sin tener en cuenta la prescripción inmemorial… Igual juicio nos merecen las exenciones de pago de los tributos e impuestos. Nadie, salvo el soberano, puede concederlas, como detalladamente se determina en el edicto de Moulins. En este reino se precisa que la exención sea verificada por la Cámara de cuentas y por la Corte de ayudas 18. Por tanto, no es necesario especificar los casos en que el príncipe soberano puede imponer tributos o subsidios a los súbditos, ya que el poder de hacerlo le correponde privativamente sobre todos los demás…

Tales son las características principales de la majestad soberana, expuestas del modo más breve que me ha sido posible, puesto que de esta materia he tratado más ampliamente en mi obra Imperio…

 

Fuente:

https://www.studocu.com/ca-es/u/7725987?sid=01704147949

Información Adicional

[1] WikipediaJean Bodin

[2] AntorchaLos seis libros de la República

[4] Universidad de Granada – Los seis libros de la Republica de Iuan Bodino (PDF)

 [3] YouTube – Teoría del Estado: Bodin, Jean, Los seis libros de la República.