Hilos Desenrollados

El comunista trans (Turbo Libertario)

El comunista trans (Turbo Libertario)

El comunista trans (o el turbo-libertario como identidad ideológica de transición)

El comunista trans (Turbo Libertario)

En el mapa de las mutaciones ideológicas del siglo XXI ha surgido una criatura nueva, híbrida, fascinante y profundamente reveladora desde el punto de vista sociopolítico: el comunista trans, también conocido —en su versión acelerada— como el turbo-libertario.

No debe confundirse con un comunista clásico ni con un libertario genuino. Sin amores.

El comunista trans es un individuo cuya biografía, educación o pasado político estuvo tan impregnado de comunismo —o de entornos comunistas— que, al intentar huir de ese mundo, se proyecta violentamente hacia el extremo ideológico opuesto… pero arrastrando intacta la misma estructura mental que dice repudiar.

Es, en sentido estricto, la ideología de género aplicada a la política:

Siente que nació en la ideología equivocada.

Su origen casi siempre está marcado por la culpa, el miedo y la necesidad de metamorfosis. Fue entusiasta en su juventud, o creció en una familia comunista, o fue educado en un sistema comunista y teme —aunque nadie se lo reproche— que eso “se le note”. Vive con la angustia de que algún día aparezca un viejo archivo, un compañero de aula, una foto incómoda, una consigna olvidada, y deje al descubierto aquello que intenta negar con desesperación.

Ese miedo no lo lleva a la reflexión, sino a la sobreactuación.

Se vuelve furiosamente anticomunista, pero de forma exagerada, visceral, casi caricaturizada. Es el equivalente político del que se tatúa “ODIO EL REGGAETÓN” porque secretamente lo bailaba en su adolescencia.

Cuando abandona el comunismo no encuentra un punto de llegada natural. El liberalismo clásico le resulta demasiado sobrio, demasiado adulto, demasiado consciente de los límites humanos. El conservadurismo serio le exige responsabilidad moral y arraigo. Ninguno sirve. Y entonces aparece el vacío ideológico.

Ese vacío da miedo.

Por eso el excomunista no cae en la libertad real, sino en otra utopía: el turbolibertarianismo, el hiperanarcocapitalismo, la fantasía de un mercado milagroso que convierte automáticamente a los individuos en seres virtuosos, sin comunidad, sin fronteras, sin deberes, sin política. Es la misma fe redentora, solo que ahora con logotipos de empresas en lugar de banderas rojas.

El héroe social deja de ser el proletario y pasa a ser el pequeño empresario idealizado. La conciencia de clase se transforma en “conciencia emprendedora”. La dictadura del proletariado es sustituida por la dictadura del pitch lift. El “hombre nuevo” reaparece, ahora con una LLC, un canal de YouTube y una billetera digital. Todo cambia para que nada cambie.

Aquí emerge la ironía filosófica central: el comunista y el turbo-libertario comparten la misma psicología.

El primero dice:

“Mi sistema es tan bueno que vale la pena obligar a la gente a entrar en él.”

El segundo afirma:

«Mi sistema es tan bueno que la gente debería ser libre… para vivir exactamente como yo digo. Y si no, el Estado debe quitarles de arriba cualquier protección».

Ambos construyen una utopía basada en un tipo humano ideal que no existe en la realidad. Ambos creen que con un pequeño empujón —educación revolucionaria o incentivos de mercado— la sociedad se alineará mágicamente con el modelo perfecto. Cambia el vocabulario, no la fe. Cambia la estética, no la estructura mental.

Y es aquí donde el fenómeno se conecta de manera natural con la contradicción fundamental de nuestra época: globalismo vs. soberanismo.

El comunista trans no puede ser soberanista. No por accidente, sino por imposibilidad lógica. La soberanía implica límites: fronteras, jurisdicción, prioridad del productor nacional, comunidad política concreta, interés general definido políticamente. Todo eso le resulta intolerable. Los límites le recuerdan al Estado real, al derecho positivo, al conflicto, a la imperfección humana. Por eso huye hacia sistemas abstractos, deslocalizados y supuestamente automáticos.

El comunismo clásico proclamaba “proletarios del mundo, uníos”.

El comunista trans proclama “consumidores del mundo, competid”.

El internacionalismo revolucionario muta en globalismo de mercado. Las fronteras ya no estorban a la revolución, sino a los flujos. La nación deja de ser sujeto político y pasa a ser un estorbo administrativo. La soberanía popular es sustituida por tratados, algoritmos y reglas técnicas presentadas como neutrales.

Aquí aparece la contradicción decisiva: aunque se autodefine libertario, el comunista trans se siente moralmente obligado a apoyar fronteras abiertas, cero protección al productor nacional, movilidad irrestricta de capital y mano de obra, y desmantelamiento de toda política soberana. No porque ame la libertad concreta del ciudadano, sino porque idolatra al individuo abstracto, desarraigado, intercambiable, exactamente igual al sujeto ideal del viejo marxismo.

La frontera, como antes la propiedad, es denunciada como “una construcción artificial”.

Y sin embargo, el comunista trans necesita al Estado. No uno soberano, sino uno fuerte contra su propio pueblo: capaz de imponer tratados globales, desregular selectivamente, romper protecciones nacionales, reprimir resistencias soberanistas y garantizar flujos “libres” incluso cuando la voluntad popular se opone. El poder no desaparece: se deslocaliza y se vuelve impersonal.

El globalismo cumple así todas las funciones psicológicas de la vieja utopía comunista: promete armonía automática, niega el conflicto político real, deslegitima la soberanía popular, sustituye la decisión democrática por gestión técnica y ofrece redención moral al individuo que se alinea con “el lado correcto de la historia”.

El comunista trans en el caso cubano

En Cuba, el comunista trans no es una anomalía: es un producto histórico directo del régimen. Es hijo del adoctrinamiento total, de la educación política obligatoria, de la vigilancia moral permanente y del colapso final del relato revolucionario.

Muchos de ellos no huyeron del comunismo por convicción liberal, sino por agotamiento, vergüenza o trauma. Y al salir de la isla —o al romper simbólicamente con el régimen— no procesaron el desastre desde el derecho, la institucionalidad o la soberanía, sino desde la reacción emocional.

Por eso, una vez fuera, no reivindican la República, ni la legalidad previa, ni la continuidad constitucional, ni el marco soberano cubano. Eso implicaría reconocer límites, comunidad política y responsabilidad histórica. Prefieren la huida hacia una abstracción superior.

El comunista trans cubano suele ser el más hostil a cualquier planteamiento soberanista. Rechaza la restitución constitucional, desprecia la noción de nación como sujeto político y ridiculiza toda idea de protección del productor cubano. Para él, Cuba no debe reconstruirse como república soberana, sino disolverse en un mercado global que mágicamente arreglará lo que la revolución destruyó.

Su “libertarianismo” lo obliga a apoyar fronteras abiertas incluso para un país devastado, sin capital propio, sin industria, sin tejido productivo. Defiende la competencia global para una nación que llega desarmada, empobrecida y jurídicamente destruida. Lo presenta como libertad, cuando en realidad es renuncia a la soberanía.

El resultado es una paradoja brutal:

el mismo individuo que denunció al Estado cubano por aplastar al pueblo, apoya ahora un modelo global que exige un Estado fuerte —pero ya no al servicio del ciudadano cubano, sino de intereses externos— para imponer reformas, privatizaciones desordenadas y desprotección absoluta.

Así, el comunista trans cubano cambia de consignas, pero no de reflejos. Sustituye el internacionalismo revolucionario por el globalismo económico. Cambia la épica del socialismo por la épica del mercado absoluto. Pero sigue rechazando la política concreta, la nación real y la soberanía popular.

Los Anti C40

Conclusión

El comunista trans no supera el comunismo.

Lo acelera, lo invierte y lo rebautiza.

Cambia la planificación central por la fe ciega en el mercado absoluto.

Cambia el Partido por el gurú.

Cambia el comité por el algoritmo.

Cambia el dogma rojo por el dogma dorado.

Pero sigue necesitando una explicación total del mundo y una fórmula única de redención social.

Por eso, cuando la historia plantea la contradicción decisiva entre globalismo y soberanismo, el comunista trans —también en Cuba— siempre cae del mismo lado: contra la nación, contra la frontera, contra el productor propio, contra la comunidad concreta.

No porque sea libertario, sino porque nunca dejó de ser lo que fue.

 

Fuente:

https://x.com/gustavo_vigoa/status/2002491695049376165?s=20

 

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